Desde su primera campaña, Donald Trump ha utilizado una narrativa simplista y estigmatizante para referirse a México y sus migrantes. Bajo su lema de campaña Make America Great Again, el magnate neoyorquino, ahora 47.º presidente de los Estados Unidos, ha colocado a México en el centro de su cruzada WASP (White Anglo-Saxon Protestant). Su retórica se ha sostenido en dos figuras reduccionistas: rapists y narcos. Esta caricaturización no solo es ofensiva, sino que también resuena peligrosamente con las representaciones históricas que el racismo ha proyectado sobre otras minorías, como afroamericanos y asiáticos.
Lo que resulta significativo —y desde los estudios culturales profundamente revelador— es que las dos figuras centrales de esta narrativa racista de Trump coinciden con los arquetipos que el corrido mexicano ha desarrollado y complejizado en los últimos 50 años: el migrante y el narcotraficante. Pero ahí donde el corrido dignifica, Trump demoniza. El migrante, llamado mojado en la lírica popular, ha sido retratado como un sujeto que sufre, resiste y construye desde el margen; no como amenaza, sino como soporte oculto de la economía agrícola, de la construcción y del sector restaurantero en EE.UU. La figura del narco, por su parte, aparece en el corrido como un antihéroe que surge en un contexto de exclusión y corrupción estructural. Trump, en cambio, vacía estos personajes de todo contexto: los transforma en monstruos sin historia ni sistema que los produzca. La paradoja es evidente: Estados Unidos señala al narcotraficante mexicano como fuente del problema, pero omite que la demanda de drogas se origina en su propio país, y que las armas que alimentan la violencia en México cruzan la frontera desde el norte.
En su segundo mandato, Trump busca ir más allá de la retórica. Al proponer la designación de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, habilita una vía legal para intervenir militarmente en territorio mexicano. Esto permitiría, por ejemplo, desplegar operativos con fuerzas estadounidenses sin necesidad de solicitar permiso al gobierno de México, invalidando su soberanía bajo el argumento de proteger la seguridad nacional. Frente a esta amenaza, el Estado mexicano ha intentado ganar margen de maniobra mediante gestos inéditos de colaboración: la extradición en bloque de 28 narcotraficantes —incluidos Caro Quintero, los hermanos Treviño y figuras de alto perfil del Cártel de Sinaloa— así como la autorización de vuelos de vigilancia estadounidenses sobre el Mar de Cortés, un área estratégica para las comunicaciones del crimen organizado.
Pero el ataque no se detiene en lo militar. En el plano simbólico, Trump ha comenzado a referirse al Golfo de México como Gulf of America. Aunque pueda parecer torpe o anecdótico, este cambio tiene implicaciones geopolíticas. Al modificar el nombre de una región que carece de regulaciones específicas, se allana el camino para reclamar derechos de explotación sobre yacimientos petroleros actualmente protegidos. No es casual que plataformas como Google Maps ya reflejen este cambio.
A esto se suman los aranceles del 25% a productos importados. Aunque se presentan como medidas proteccionistas, en realidad buscan forzar a las grandes empresas estadounidenses a relocalizarse dentro del país. En esta narrativa de “regreso a casa”, México no aparece como socio comercial, sino como chivo expiatorio, campo de prueba, blanco simbólico.
Ante este panorama, el corrido sigue siendo un termómetro cultural de la resistencia popular. Y así como canta las gestas del migrante o las contradicciones del narco, no menor sea el que registre el pulso de una nación que, entre la violencia discursiva y la amenaza geopolítica, encuentra en la música un vehículo de memoria, denuncia y dignidad.
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