Imaginar la autopsia de Liam Payne en Buenos Aires es enfrentarse al cuerpo como símbolo de una generación atrapada entre la euforia y el desgaste. Como alguna vez sucedió con Michael Jackson, la muerte de una estrella ilumina el estrago de una droga que, silenciosa, se ha convertido en el susurro insistente de una escena de lujos y excesos. Buenos Aires, antaño refugio de rock y poesía, recibe el cuerpo de un ídolo global que cruzó fronteras para hallarse en un polvo rosa que ya mancha crónicas de periódicos y redes sociales.
Liam yace como héroe roto de una fantasía masiva, susurro en los corridos tumbados de Peso Pluma, eco de una modernidad que festeja el “tusi” –no solo una droga más, sino un reflejo de esta era– donde el jet set y la juventud persiguen una inmortalidad efímera, indiferentes al abismo que vislumbran antes de los treinta. En “Lady Gaga”, el corrido paradigmático, el “pastel rosa” fluye en vasos de cristal, ofreciendo una ilusión de lujuria y vacío.
Si esta autopsia pudiera hablar, diría que no es Liam quien yace aquí, sino los espectros de una generación que se consume en cada inhalación. La DEA y los medios intentan contener un fenómeno que desborda a las élites y se filtra en la cultura global, en un juego de espejos donde la vida y la muerte se observan mutuamente, sus nombres antes susurrados ahora resuenan en la cultura mainstream.
Liam Payne es un emblema de una era fugaz, donde la búsqueda del placer se consume tan rápido como sus luces se apagan. Buenos Aires, esa ciudad de reflejos y ecos, guarda ahora otro cuerpo marcado por el “tusi”, el polvo que, en su triple lavado, funde euforia y tragedia en un solo destino.
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