El narco-corrido mexicano transnacional y sus estéticas necropolíticas

Por Martin Mulligan Univeristy of Missouri-Columbia

Con una llamada privada se activan
los altos niveles, de los aceleres
de torturaciones, balas y explosiones, para controlar.
Pa´ dar levantones[1], somos los mejores
siempre en caravana, toda mi plebada
bien empecherados, blindados y listos, para ejecutar.
La gente se asusta y nunca se pregunta
si ven los comandos, cuando van pasando
todos enfierrados, bien encapuchados y bien camuflash.
–Corrido “Los Sanguinarios del M1” del Movimiento Alterado.

Sabido es que el narcotráfico reconfigura política, social, económica y culturalmente aquellos territorios en los que se circunscribe. Dicho fenómeno en México ha creado y popularizado una forma de vida y socialización cotidiana conocida como narcocultura, la cual cuenta con elementos de distribución de sentido y pertenencia basados en una moda de indumentaria, un subgénero cinematográfico (videohome), unas prácticas de hiperconsumo ostentoso y un género musical popular denominado narcocorrido (Valencia: 2010). Esta subcultura tiene hoy en día presencia en todo México y en gran parte de los Estados Unidos. Si bien históricamente ha circulado en el noroeste mexicano, en el último medio siglo la narcocultura ha sido acaparada por las figuras e historias del mundo rural del estado de Sinaloa. Los narcocorridos, como formatos de enunciación panegíricos de los narcotraficantes, señalan a autores como Ramírez-Pimienta (2011) y Valenzuela Arce (2001) y han continuado la tradición de los corridos de contrabando, fungiendo como artefactos enunciativos de información, los cuales, si bien para el primer tercio del siglo XX habían registrado el mundo pícaro del contrabandista de tequila y heroína por la frontera norte, para la década de 1990 los narcocorridos se habían convertido en el relato ostentoso de los emporios que los grandes capos fronterizos habían acumulado con la industrialización del tráfico de cocaína, posibilitado con el marco del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica[2], vigente desde 1994. Para los narcotraficantes mexicanos este proceso les habría permitido filtrar su mercancía ilegítima, cuyas estimaciones en beneficios no serían inferiores al 15% en relación con la economía legítima[3]. Ahora bien, al paso del siglo XXI empieza a emerger una nueva narratología en los narcocorridos, éstos dejaron de enfatizar al contrabando de drogas y, en sustitución, hacían un registro de la violencia social generada por comandos paramilitares en el control de territorios como lo muestra el epígrafe de esta introducción. Desde la industria musical, estos narcocorridos de hecho perdieron su epíteto “narco” y fueron denominados inicialmente como corridos enfermos y alterados, los cuales constituyeron la crónica popular de “La guerra contra el narco”, iniciada en México con la presidencia de Felipe Calderón a partir del año 2007.

Estéticas necropolíticas en México es un estudio que analiza el narcocorrido, no solo como un género narrativo musical que presta atención a su tradición cultural y a su industria comercial, sino que, particularmente, centran su atención en protagonistas determinados tanto en su vertiente masculina como femenina. Acá, los narcocorridos de estos protagonistas adquieren, desde la cultura popular, una dimensión de contra-discurso hegemónico, el cual consideramos como un recurso para reflexionar sobre el carácter vertebrador de la violencia social de un México contemporáneo, el cual, desde el plano de la cultura, puede ilustrarnos las distopías resultantes de la adopción para México del proyecto neoliberal iniciada en su vecindad geopolítica con los Estados Unidos, a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio (Nafta, por sus siglas en inglés). Acá, por tanto, pretendemos reflexionar sobre otras ópticas explicativas a un proceso económico en el que vastos sectores de masas laboralmente fragilizadas han encontrado en la violencia un modo de trabajo ajustado a las demandas que el sistema capitalista los ha forzado a adoptar para transformarse en sujetos de consumo. Esas aspiraciones sociales, que no lograrían ser satisfechas por vías de la legalidad, ha provocado que grandes sectores adquirieran formas más depredadoras de subsistencia, que van desde las ganancias redituables por el narcotráfico hasta la economía generada por el control de territorios y de cuerpos, representados en el secuestro o esclavitud de migrantes, mujeres, niñas y víctimas desvalidas.

Para enmarcar nuestro trabajo, acá abordaremos el término estética con dos acepciones. En un primer orden, usamos el termino estética para enmarcar el formato cultural de análisis, entendido el narcocorrido como un periódico oral-musical que cuenta con una larga tradición mexicana como balada romance que habría heredado sus rasgos de las primitivas canciones de gesta y cantos épicos medievales (Mendoza 16), arribada de manera laica con los primeros soldados en la fundación del virreinato de La Nueva España. En otro nivel de acepción, estética tendrá acá un valor intrínseco al corpus corridístico de análisis; es decir, los insumos informativos que nos aporta la crónica popular como discurso contra-hegemónico en su articulación de la violencia, en aras de consolidar un discurso del consumo a partir de una economía que generaba ganancias a partir de las prácticas redituables de ejercer la muerte y el control de los cuerpos. Como una forma de kitsch estético, la convención académica ha designado estas adopciones con el término de narcoestética, las cuales están basadas en una ansiedad por el consumo generado por el sujeto de enriquecimiento rápido por la vía del narcotráfico u otras formas redituables que permiten el control de territorios por vía de la violencia. Por tanto, estética acá se corresponde con una iconografía y formas de representación del sicario, un asesino a sueldo, que, en opinión de Omar Rincón[4], corresponde a sujetos inicialmente fragilizados que, de no tener nada a alcanzar más que el enriquecimiento rápido, muestran una ansiedad exagerada por el consumo ostentoso, de lo grande, lo ruidoso y lo estridente, una estética de objetos y arquitectura barroca, de escapularios y vírgenes que constituyen credos, que les permite un acceso al lujo desmesurado y de excesos (Rincón citado por Acosta Ugalte 114), y cuyo exhibicionismo es el acto que justifica los riesgos para alcanzarlo.

Sumado a esta estética, la corridística ha incorporado el carácter de las campañas para-militares en sus crónicas estéticas, es decir, dando cuenta del modo de producción de su sicaresca. Por tal motivo, acá aplicaremos el término necropolítica con las dimensiones epistémicas que le adjudica el filósofo camerunés Achille Mbembe (2001) y la filósofa transfeminista tijuanense Sayak Valencia (2011) para referirnos a las prácticas de producción de mercancía e intercambio de grupos delincuenciales que rompen la lógica ética para cumplir con el proceso de producción del capital, sustituyéndola por una mercancía encarnada literalmente por el cuerpo y la vida humana a través de técnicas predatorias y de violencia extrema, bajo las formas del secuestro y el asesinato dentro de regiones donde se han dado potestad del control social y político. En otro tanto, necropolítica es el escenario de un proceso en el que el Estado se beneficia del temor infundido en la población civil por las organizaciones criminales para declarar con el caos un estado de excepción[5], desde el cual justifica la exposición a la vulneración de los derechos civiles y el estado de bienestar para desplegar una fuerza extrajudicial. Acá por tanto, entendemos estado de excepción tal como fundamenta Giorgio Agamben al explicar que: en todos los casos, el Estado de Excepción marca un umbral nuevo de existencia, en el cual la lógica y la praxis se desdibujan una a la otra en violencia pura, carente de logos, o enunciación; el estado de excepción de Agamben investiga cómo la suspensión de leyes dentro de un estado de emergencia o de crisis puede convertirse en un estado prolongado de ser, y tiene muchos ángulos epistémicos para comprender la guerra de 13 años en México. Esta noción de necropolítica no es anodina a México, pues a lo largo de dos décadas hay evidencias de que grandes partes del territorio no pueden ser transitados, que buena parte de los negocios son ilícitos, y que hay un combate al narcotráfico y al crimen organizado infructuoso, el cual está produciendo tantas víctimas mortales como las de una guerra convencional.[6]

En ese sentido, como prácticas predatorias ejercidas tanto del orden paramilitar como estatal, nos señala Mbembe, la práctica necropolítica corresponde a las condiciones actuales que atraviesan ciertos Estados y regiones de África con fallos de gobernabilidad y del quehacer público a partir de su reciente etapa poscolonial. En el último cuarto del siglo XX, estas condiciones se han generado por la inestabilidad monetaria y la hiperinflación que han erosionado la capacidad de ciertos Estados hasta provocar la fragmentación espacial de su soberanía a varios niveles de gobernabilidad, lo que ha devenido en la constitución de economías de milicias sobre poblaciones que viven en condiciones cada vez más predatorias de sus recursos materiales y humanas. Haciendo eco de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mbembe aplica el término de máquina de guerra para ilustrar la operatividad necropolítica que encauza una economía generada por y desde milicias para/militares que cuentan con una diversidad de funciones. En particular, estas máquinas de guerra se organizan de manera difusa y polimorfa, manteniendo relaciones complejas con las formas estatales que pueden ir desde la autonomía hasta la incorporación institucional. En ese sentido, funcionan tomando tácticas o “clonándose” con los ejércitos habituales del Estado, el que, por su parte, éste también puede ayudar a crear una máquina de guerra, o apropiarse de una, o de sus características, o por sí mismo transformarse en una, estableciendo así controles territoriales con rasgos de una organización política y una sociedad mercantil (Mbembe 58-59), desplazadas en redes económicas ilegales altamente locales, regionales y transnacionales.

En el caso de México, históricamente una forma “primitiva” de estas prácticas ha estado representada en la figura de las gavillas[7] que asolaron al país a lo largo del siglo XIX. Aglutinadas en hordas de bandidaje, las gavillas fueron bandas que creaban relaciones de alianzas o tensiones con caciques regionales en prácticas de control de territorios en los que ejercían robos de camino, asaltos de trenes y eran cobradores de peajes. El fenómeno de las gavillas se dio con fuerte ímpetu entre las Guerras de Reforma y el Porfiriato, y entrado el siglo XX, aunque sus formas fueron eclipsadas bajo el estatus de “revolucionarios”, también fungieron como capital humano militar en el prolongado conflicto que significó La Revolución mexicana. A un siglo de ese conflicto, los avatares económicos y sociales han hecho resurgir el fenómeno de las gavillas en todo México, y, en contraste con los pronósticos y promesas del TLC, ha puesto de manifiesto formas distópicas e impredecibles de la globalización. En este realce de la violencia, Sayak Valencia ha reactualizado el fenómeno de las gavillas desde un modelo al que refiere como la narcomáquina, la cual es “aquella que ha reconfigurado de manera inesperada e ilegal el concepto tradicional del trabajo, utilizando la violencia a modo en necroempoderamiento, con el cual visibiliza de manera explícita y rentable la sobreespecialización de la maquinaria de la muerte como espacio aspiracional de pertenencia, sobre todo para las poblaciones más fragilizadas económicamente…” (“Género…” 247). Articulando una episteme de la violencia mexicana, Valencia acuña el concepto de necroempoderamiento para referirse al proceso que transforma la condición de vulnerabilidad y subalternidad en una oportunidad de acción, que deriva en autopoder para ejercer una serie de prácticas distópicas y de autoafirmación perversas por medio del intento de asirse del monopolio de la violencia (Valencia 206). El necroempoderamiento evidencia raíces disruptivas profundas que amerita una revisión de los postulados del humanismo, ese que había sido válido hasta hace poco en un mundo estructurado socialmente bajo el discurso del sistema benefactor y no para un mundo contemporáneo basado en el hiperconsumo (Idem). Así, pues, uno de los cambios fundamentales que se han derivado de este orden político y económico actual, entendido en el marco de la globalización, es la propia concepción del concepto de trabajo, desde sectores fragilizados que desdibujan la categoría social de la pobreza, pues:

“Hasta hace poco la pobreza describía a grupos sociales tradicionalmente estables e identificables, que conseguían subsistir gracias a las solidaridades vecinales. Esa época ha pasado. [Al iniciar el siglo XIX] las poblaciones invalidadas de la sociedad postindustrial no constituyen, hablando con propiedad, una clase social determinada. El paisaje de la exclusión hipermoderna se presenta como una nebulosa sin cohesión de situaciones y recorridos particulares. En esta constelación de dimensiones plurales no hay ni consciencia de clase, ni solidaridad de grupo, ni destino común, sino trayectorias e historias personales muy diferentes. Víctimas de descalificación o invalidación social, de situaciones y dificultades individuales, los nuevos desafiliados aparecen en una sociedad que, por ser brutalmente desigualitaria, también es hiperindividualista al mismo tiempo o, dicho de otro modo, se ha liberado del marco cultural y social de las clases tradicionales” (Lipovetsky 182).

Como consecuencia, en esta liberación de las clases tradicionales que evidenciaron la ruptura del tejido social en su conjunto, el narcotráfico se ha vuelto el factor sobradamente potente que dispone de los elementos suficientes, tanto económicos como políticos, para oponerse al Estado; y empieza desde una fase muy temprana de organización, ofreciendo puestos de trabajos y revalorizando el campo para los sembradores de enervantes en la sierra. En esta lógica, las siembras de drogas vienen a ser una forma contemporánea de “acumulación originaria”, donde va a experimentar un desarrollo de producción de pequeña escala a una modalidad del agrobusiness (Astorga 32).

En el marco de las observaciones anteriores, por su parte, el especialista en el género del corrido, Juan Carlos Ramírez-Pimienta, ha observado que el auge cultural del género ha estado encauzado históricamente por el estado de salud de la economía nacional; este autor, curiosamente, ha observado que en épocas de bonanza económica la popularidad del corrido ha tendido a decrecer (De Torturaciones 331). Efectivamente, el resurgimiento del corrido es capaz de ilustrarse durante los grandes conflictos nacionales y sus crisis económicas; hoy prevalecen ambas en México, y vastos sectores populares se han visto encauzados a adoptar una “ambivalencia ética” para concebir una “racionalización del tráfico de drogas como medio aceptable para alcanzar una vida lejos de la pobreza” (Idem). De estos estratos sociales han surgido los nuevos héroes corridísticos, celebrados en los corridos tanto en sus comunidades como en la diáspora transnacional.

Así, estos sujetos representados en corridos van a enarbolar la imagen clásica de los bandidos y sus gavillas, pero ahora con acciones en un terreno distópico que crea campos válidos, distintos a los tradicionales, y estas acciones influyen en procesos políticos, públicos, oficiales, sociales y culturales que no se visibilizaron en el pasado. A estos sujetos, gestores del poder necropolítico representado en los corridos, consideramos que se corresponden a la que en su tesis Sayak Valencia ha denominado como sujetos endriagos, siendo lo endriago una metáfora retomada de la literatura medieval caballeresca. El endriago es un ser resultante del cruce de hombre, hidra y dragón, que se caracteriza por su ligereza de movimientos y condición bestial. Es un monstruo que el caballero Amadís de Gaula debe enfrentar en una ínsula deshabitada, especie de infierno terrenal (72). En ese sentido, la metáfora del endriago permite trasladar su simbología a estos héroes corridísticos ultraviolentos que se anuncian como los Otros, los que contradicen las lógicas de lo aceptable y lo normativo, el enemigo (15). El endriago erige nuevas figuras discursiva que conforma una episteme de la violencia y reconfigura el concepto de trabajo a través de un agenciamiento perverso, que se afianza en la economía necropolítica y evidencia las distopías que traen consigo el cumplimiento de los pactos con el neoliberalismo (masculinista) y sus objetivos. El narcotráfico para el endriago,

es otra forma de hacer uso de la consigna globalizadora que ha dado en llamarse deslocalización, practicando una suerte de deslocalización inversa, ya que traspasa las fronteras para llevar sus productos y venderlos en un mercado floreciente y pudiente que lleva décadas demandándolo y cuya demanda es cada vez más frecuente. [El endriago] cumple así con la máxima fundamental del capitalismo: tener algo que vender a alguien que lo quiere comprar y obtener beneficios (Valencia 72).

Los endriagos, como los nuevos sujetos necropolíticos, nos hacen pensar en el capitalismo como la consecuencia adversa de la producción sin reglas del capital, el estallido, el choque violento de capas de realidad, donde la globalización también ha arrastrado a una globalización de la violencia, como una de las múltiples distopías del proyecto mundializador. Esta globalización, aunada al surgimiento de los sujetos endriagos, nos muestra, por un lado, lo crudo de dicho proyecto, entendido como «el hecho absolutamente específico que se refiere a la ampliación de los mercados mundiales» y, por el otro, la forma tan precisa que tienen los sujetos endriagos de acatar las exigencias de la economía neoliberal (ídem).

A este punto, es oportuno establecer el contexto histórico que dio génesis a estos sujetos endriagos. En particular, establecer desde qué endriagos se enunciaron estas historias y qué representaron en el contrapeso del discurso mediático y en el registro oficial historiográfico. A este respecto, remontémonos al año 2000, con la protesta de Vicente Fox como primer Presidente de México tras 71 años consecutivos en el poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Esta alternancia democrática, si bien parecía inicialmente un cambio esperanzador de régimen para muchos sectores de la sociedad civil, al poco ésta se desalentó, pues también significó la desarticulación nacional de los sindicatos, los gremios campesinos y las organizaciones populares a los que el PRI había subordinado y moldeado históricamente con una ideología autoritaria y clientelista. Tal como sostiene el periodista Sam Quiñones, el PRI nunca fue realmente un partido político, pues a pesar de su nombre, su dictadura proletaria no nació para luchar por el poder sino para administrarlo. Desde esa premisa, el PRI permitió impunidad a sus leales, instituyendo la corrupción[8] como el núcleo de su cultura política, formando así una tradición de licenciados burócratas, encargados de la intermediación para “apalabrarse con el gobierno” , tal como suelen aludirlo los narcocorridos.

Sin dejar de ser relevante, pero no evidente en su momento, esta alternancia democrática también desarticuló en México el modelo de convivencia que el Estado había diseñado para controlar, subordinar y proteger a los clanes del narcotráfico mexicano. Así lo había hecho desde la década de 1940 con un diseño biopolítico sobre las comunidades sierreñas productoras de enervantes entre los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa, región que en la década de 1970 la DEA (la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos) designó como El Triángulo Dorado mexicano (esta región también sería la cuna de varios de los capos que décadas más tarde controlarían la escena del narcotráfico mexicano). La evolución de esta relación inicial de las comunidades sierreñas con el Estado (fuerzas federales, estatales o rurales), para la década de 1970 se rearticuló bajo el sistema de creación de plazas. La plaza tendría por significado la comprar del derecho de traficar por determinada ruta y ciudad a las agencias federales de seguridad, siendo después de la Operación Cóndor la Dirección Federal de Seguridad, bajo estricto control del PRI, la que mayormente manejó el monopolio de las plazas. Por tanto, la derrota del PRI en 1999 aceleró una fragmentación del poder político federal con respecto a sus satélites regionales, dando “un mayor grado de autonomía a policías, militares y traficantes respecto del poder político” (Astorga, Seguridad 51). Al iniciar el milenio, la primera evidencia de esta autonomía de poderes lo confirmó la fuga de una cárcel de alta seguridad del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán, y esto a tan solo cinco semanas de haber asumido Fox la silla presidencial.

“El Chapo” fue el narcotraficante del sexenio de Fox. Su crecimiento a los pocos años fue rápido y su ruido cobró mayor notoriedad cuando en 2004 –junto a su socio y compadre Ismael “El Mayo” Zambada–, ordenaron a sus gavillas el control de las plazas fronterizas de Tijuana, Ciudad Juárez y la joya de la frontera, Nuevo Laredo[9], ciudad en el estado oriental de Tamaulipas, región al que ningún clan sinaloense había logrado conquistar e históricamente en manos del llamado Cártel de Golfo. Sinaloa ganó la plaza a los hermanos Arellano Félix en Tijuana, y también ganó al clan de Juárez, a los también sinaloenses hermanos Carrillo-Fuentes. Pero Sinaloa no logró ganar Nuevo Laredo contra Los Zetas, los cuales eran un brazo armado constituido de desertores de las fuerzas especiales mexicanas al servicio entonces del Cártel del Golfo. Los Zetas sofisticarían la guerra a todos los niveles, pues tanto sus tácticas militares y sus técnicas en el control de territorios fue superior al de cualquier gavilla de narcotraficantes. A nuestro juicio, en este conflicto es donde se hace evidente la obsoleta operatividad de la gavilla y toma protagonismo la forma y la funcionalidad de la máquina de guerra. Los Zetas en acción ofensiva revolucionaron la violencia con franquicias que fueron abriendo y conquistando por toda la costa este de México. Esto forzó a los demás cárteles a imitarlos, resultando en una escalada de violencia por el dominio de territorios. El Cártel de Sinaloa aprendió con su derrota en Nuevo Laredo y, desde entonces, no solo incrementó el tráfico de drogas hacia el norte por sus plazas conquistadas, sino también demandó el tráfico de armamento de norte a sur para continuar su guerra territorial contra Los Zetas y sus aliados en el centro y sur del país. De tal modo que, si la violencia se había focalizado en la frontera durante el primer quinquenio de Fox, al final de su mandato el territorio mexicano se había empezado irreversiblemente a “fronterizar”. Pasar de unos brotes de violencia a un conflicto bélico de mayor envergadura representó no solo el cambio fisiológico entre la tradicional gavilla mexicana hacia la máquina de guerra, sino también el posicionamiento de la narcomáquina como un actor clave en el sistema político legítimo y su capacidad de proveer trabajo, lo que masificó una subcultura del horror que fomentó todas las variantes de lo ilícito: el narcotráfico, el secuestro, la trata de personas, la esclavitud, la piratería, la prostitución, la extorción y demás giros del mercado negro. Las máquinas de guerra hicieron presencia en los treinta y dos estados de México, según lo demostraban los homicidios dolosos y las desapariciones en masa.

Un cambio de estrategia de seguridad nacional fue la primera acción del entrante presidente Felipe Calderón en 2007, anunciando por cadena nacional la salida del Ejército y la Marina de sus cuarteles para “cazar” a los causantes de los brotes de la violencia. Desde sus inicios se evidenció el intento del Estado por recuperar el monopolio de la violencia, el cual se evidenció con las cifras de homicidios que se dispararon. Así, el despliegue de las fuerzas armadas por las urbes nacionales –con la promesa de ser una campaña rápida, contundente y eficaz–, al final del sexenio de Calderón su campaña había producido al menos doscientos mil muertos y veinte mil desaparecidos, evidenciando un conflicto que había dejado más muertes que cualquier dictadura latinoamericana del siglo XX[10]. Entonces, los ecos de la opinión pública cuestionaban: cuál era la naturaleza de esta guerra y esta violencia, qué estaba sucediendo en México y, más precisamente, cómo llamar a esta violencia nacional a la que el periodismo ya la nombraba como “narcoinsurgencia”. Este término fue analizado entonces con mayor detalle en gabinetes estratégicos informalmente vinculados con las fuerzas de seguridad y el estamento militar de Estados Unidos, y se sugirió el temor de que la violencia de la droga en México precipitase un rápido hundimiento nacional comparable con la fragmentación de Yugoslavia al final de la Guerra Fría (Grillo 187). Esta aparente desarticulación del Estado “corroído” por el crimen organizado trajo a la palestra pública la suspicacia de referirse al poder central de México como el de un Estado fallido. Los escándalos a la luz de fuerzas de gobierno enfrentadas entre sí por estar protegiendo a cárteles diferentes reforzaron esta idea del Estado fallido. No obstante, al respecto, el académico Oswaldo Zavala es de la opinión de que “La guerra contra el narco” de Calderón en realidad significó la participación y ante todo la presencia absoluta, ordenada y eficaz del Estado, y, “lejos de ser fallido, [esta guerra] le había dado la posibilidad al Estado mexicano para recuperar la hegemonía soberana de la violencia” (91). Ahora bien, ¿qué abarcaba esa hegemonía soberana y hasta dónde se marcaban los límites en relación con el crimen organizado? Ese es el propósito central con el que nos proponemos abordar estas estéticas necropolíticas representadas en el plano de la cultura, del cual el narcocorrido puede dar cuenta.

En ese sentido, es importante mencionar que “la guerra contra el narco” también se ha vuelto un rubro para la industria del entretenimiento desde la cultura hegemónica. Tanto el cine como la televisión y la literatura han abierto múltiples públicos de consumo de estas estéticas de la muerte generadas por estos endriagos. Grandes producciones sobre narcotraficantes históricos han abarrotado las plataformas streaming [11], todas con protagonistas que iniciaban en el narcotráfico por hambre, por amor o por venganza y vivieron desafiando a la ley y a la muerte, guiados por lo que el corazón les mande. Efectivamente, estos productos culturales también abordan las tramas del poder necropolítico en diferentes niveles de gobierno, e incluso, algunas de ellas no dejan de omitir el protagonismo geopolítico de Estado Unidos y su influencia hemisférica y global. En particular, el protagonismo que el gobierno de Estados Unidos ha tenido en la fortificación del narcotráfico, no solo por su demanda de consumo, sino por decisiones geopolíticas, de los cuales el que mayor atención ha causado ha sido cómo durante la administración del presidente Ronald Reagan, el cártel de Guadalajara, el primero en México, se fortificó en los acuerdos, en los que la CIA, utilizando al mismo cártel, proveía de armamento a las fuerzas contrarrevolucionarias que combatían a los sandinistas en Nicaragua durante el epílogo de la Guerra Fría.

A nuestro juicio, de todos los formatos culturales es el narcocorrido el que nos provee de un relieve informativo que se enuncia desde la ontología del narcotraficante y del sicario. En ese particular, los corridos surgidos a partir del año 2008 son cruciales para comprender los pormenores de este conflicto bélico nacional. Así, un repaso detenido del corpus de estas sagas corridísticas, a nuestro juicio, establecen la crónica popular articulada a tres niveles de narración. El primero fue la evidente militarización de las urbes ordenadas por el Estado y que, a un año de su misión, ya evidenciaban el ascenso de la curva de víctimas mortales. En un segundo nivel, estas sagas corridísticas relataban las pugnas a lo interno del Cártel de Sinaloa, en las cuales el narcotraficante Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas, había roto con sus viejos socios Joaquín “El Chapo” Guzmán e Ismael “El Mayo” Zambada. Como reacción, “El Barbas había entrado en una alianza con Los Zetas, ahora un cártel independiente y consolidado que controlaba la mayor parte oriental del país y que, en alianza, planificaban la unificación de ambas costas. Finalmente, en un tercer nivel, y este el radio de análisis al que se circunscribe este estudio, el conflicto se explica como una escalada de vendettas familiares por limpiar el honor mancillado ante afrentas sufridas entre clanes del narcotráfico. Y el origen parte al recibir “El Barbas la noticia del arresto de su hermano menor, Alfredo Beltrán Leyva, “El Mochomo”, en atribución a una traición de parte de sus socios, aquel reaccionó ordenando el asesinato de varios miembros intermedios del cártel de Sinaloa, entre estos la primera baja moral fue la del joven Atanasio Torres Acosta, hijo primogénito de Manuel Torres Félix, “El Ondeado, compadre del Mayo Zambada. La reacción al asesinato de Torres Acosta, o “Tachío como le llaman los corridos, fue el detonante de una guerra de venganzas que dio voz de enunciación a su padre, “El Ondeado”, quienencarnó la figura por antonomasia del sicario enuna saga épica entre caciques regionales por el control de sus plazas[12] y rutas de tráfico.

Es a partir de estas sagas corridísticas regionales que llama mi atención el énfasis del protagonismo que asumirán los capos en relación con sus lugartenientes. Pues, si bien, por un lado, los grandes capos van a conservar las morfologías del “bandido bondadoso”, en contraste, sus lugartenientes serán los “emprendedores (necro)políticos y especialistas de la violencia” (Valencia 36). Es desde este nivel de delimitación que acá se pretende analizar el carácter discursivo y cultural de estos sujetos endriagos, los cuales tienden a producir e imaginar nuevas modalidades del uso del cuerpo, del poder y del deseo, actuando a dos tiempos, en vendettas por limpiar el honor mancillado y, a su vez, los sujetos conforman la energía palpitante del corazón del mercado desde su economía criminal.

Establecido lo anterior, quisiera en este punto resumir mi acercamiento al fenómeno de la violencia en México y cómo se fue formulado este proyecto de disertación doctoral bajo los signos de estéticas necropolíticas. Al respecto, mis inicios partieron en gran medida de mi experiencia personal latinoamericana –como nicaragüense– en los Estados Unidos. Mis contactos iniciales con miembros de las comunidades mexicanas migrantes –asimilados y no asimilados, “con papeles” o indocumentados– me llevó a conocer que, sumado a la precariedad económica, estos miembros también habían cruzado “al otro lado” huyendo de la violencia social en sus comunidades. Fue azarosamente en visitas a restaurantes mexicanos en Missouri donde pude identificar el corrido  en el sonido ambiente a través de la música norteña y banda sinaloense[13]. Puesto mi interés en estos dos géneros, quizás premeditado por mi previa experiencia laboral en el campo del periodismo, me llevó a identificar el valor histórico de esta crónica popular. Así empecé a dar seguimiento a su diseminación cultural asistiendo a jaripeos y “tocadas” en plazas de toros, establos y Night Clubes en lugares tan disímiles como Kansas City, Atlanta o Sacramento. También nutrí mi alfabetización en corridos apoyándome en la plataforma digital iTunes, donde pude conocer extensamente la discografía de los artistas del Regional mexicano. Otro invaluable recurso fue conocer sus plataformas de diseminación, principalmente a través de YouTube e Instagram, donde los programas de entrevistas en radios digitales, en particular los de la estación radial La Que Buena de Los Ángeles, California, me permitió ahondar más acerca de la industria musical y las historias de los artistas del Regional mexicano, a los que fui progresivamente identificando y clasificando entre artistas chicanos, artistas migrantes, o bien artistas mexicanos que solo hacen tour por la Unión Americana[14].

Esta investigación ciertamente no perseguía entrevistar a narcotraficantes, pues no pretendía asumirse como una crónica periodística, sino resaltar las dinámicas comunicativas del formato. No obstante, en la medida que fui delimitando a mis sujetos de estudio y sus sagas corridísticas, fui valorando la importancia de entrevistar a sus compositores, puesto que como nos sugiere asertivamente el sociólogo Luis Astorgar, éstos son los más visibles “intelectuales orgánicos” del narcotraficante (Astorga 38). En efecto, son los “corrideros” quienes aportan la visión desde el terreno de los narcotraficantes, son éstos los verdaderos creadores de sus mitos, de su visión del mundo, de su filosofía, su odisea social, su forma de vida y el de la transmutación de su estigma en un emblema (Ídem).

En esa línea, tras una estructuración inicial de mi estudio, no limitado únicamente en un análisis de los contenidos desde el género[15], sino desde un enfoque selectivo de “personajes” endriagos, así fue como delimité mi análisis a partir de figuras masculinas y lugartenientes del Cártel de Sinaloa: “El Ondeado (Manuel Torres Félix) y “El Chino Ántrax” (Rodrigo Aréchiga Gamboa) y de la figura femenina e insubordinada, representada por “La China”. Ampliando, estos dos personajes masculinos fueron los sujetos de mi selección por contar con una innumerable cantidad de corridos y que, más allá de ser retratos biográficos estáticos, abarcaban un arco temporal que mostraban el microcosmo del conflicto nacional. Además, a pesar de ajustarse a las configuraciones de lo endriago, sus modelos me permitían abordar dos esferas disímiles pero complementarias, por un lado, porque correspondían a las historias de dos personajes con diferentes edades, lo que en corridos se traducía en dos distintas generaciones de narcotraficantes/sicarios diferenciados, tanto por sus leitmotivs, sus iconografías y su ontología en el entramado de la guerra.

No obstante, habiendo diseñado lo anterior, encontré que había escaso material hemerográfico acerca de mis sujetos en cuestión, y, aún más relevante, se observaba cómo sus notas periodísticas, no en pocos casos, usaban como referencia sus corridos para hacer reconstrucciones de sus historias. Esto debido a que no hay que descuidar que el periodismo en México se ha vuelto el oficio más peligroso de cubrir informativamente en el mundo[16], por lo que no en pocos casos tiende a caer en la desinformación. Tal fue el caso en concreto de mi tercer sujeto de análisis, conocida por su corrido como “La China, de quien se desconocía su nombre real, pero los periódicos contribuyeron a asociarla con Melisa Calderón Ojeda, jefa de sicarios para Los Dámaso, otra fracción del Cártel de Sinaloa que se sumó a la guerra interna contra Los Beltrán-Leyva.

En ese sentido, coincidimos con Ramírez-Pimienta al afirmar que, como artefacto de registro histórico, el corrido jugará un papel esencial como fuente para reconstruir parte de la historia oficial de México en un futuro. E independientemente del carácter panegírico con el que está siendo representado, llámese propaganda o glorificación del crimen organizado, éstos representan un valor cultural de análisis válido y provechoso, los cuales parecen operar como  una especie de “discurso oculto”, como lo acuñaría James Scott[17], es decir, operando como un discurso del disfraz y el anonimato que se ejerce públicamente, pero que está hecho para contener un doble significado; por un lado, para proteger la identidad de los personajes y, por otro, para circular codificados en el ámbito popular al mismo nivel que operan los rumores, los chismes, los cuentos, los chistes, los eufemismos y los ritos (43). Los corridos responden a tretas desde la marginalidad que le hablan directamente al poder hegemónico, denunciando la apropiación de sus medios de producción y su trabajo, ya bien, o celebrando a sus héroes en técnicas dilatorias durante el trabajo o celebrando las hazañas de sus hurtos, sus engaños o sus fugas.

En ese sentido, y en vista del papel fundamental del corrido como fuente de información en la actualidad, este estudio sistematiza un viaje que realicé a Sinaloa a finales del 2018 con el objetivo de conocer visualmente la cartografía de Culiacán, la capital de Sinaloa, el epicentro de los corridos de nuestro análisis. Asimismo, para contar con fuentes de primera mano que pudieran dar cuenta de las formas en que se configuraban los sicarios como héroes corridísticos, o, dicho de otro modo, entrevistar a los compositores de corridos para ahondar en cómo habían llegado a encarnarse en mitos en la memoria popular contemporánea los personajes de sus corridos.

Hechas las observaciones anteriores, subdivido mi estudio en cuatro capítulos. El primero, persigue establecer un arco histórico evolutivo desde los orígenes del corrido mexicano hasta el narcocorrido. Acotando los insumos discursivos que heredó al corrido mexicano de la balada medieval europea, establezco una arqueología de su función “noticiosa”, en especial, durante la configuración de la figura del bandido fronterizo y el bandido bondadoso del siglo XIX, imaginarios que nos permitirán asociar sus equivalencias ya en el siglo XX en las figuras del mojado y el narcotraficante. Finalmente, este apartado se propone hilvanar estas figuras anteriormente mencionadas con el monopolio cultural que el Cártel de Sinaloa ha hecho del corrido en las primeras dos décadas del siglo XXI, como discurso contra-hegemónico popular y comercial.

En un segundo capítulo nos disponemos a ilustrar la conformación de la máquina de guerra a través de la figura de Manuel Torres, “El Ondeado. Dividiendo el capítulo en dos apartados, el primero revalora el contexto histórico de la sierra como locus de enunciación de las comunidades que desarrollaron una economía ilegal basada en la siembra de enervantes (amapola y mariguana) y la conformación de esta economía en su relación orgánica y estratégica con la ciudad de Culiacán. En un segundo apartado, analizamos la evolución social de esas comunidades desde la saga corridística construida alrededor de la figura Manuel Torres Félix, y en qué medida podemos entronizar sus tipologías épicas como vengador por desquite y la figura del valiente a los imaginarios del sicario, sus comandos y su operatividad necropolítica.

En un tercer capítulo, perseguimos exponer los impactos culturales generados por el agenciamiento de la figura de “El Chino Ántrax”. Analizar cómo su protagonismo corridístico erigió una “estética de la acumulación” y el de “un modelo aspiracional” que visibilizó para los jóvenes un modelo meritocrático para alcanzar el éxito dentro de las estructuras delictivas. Asimismo, se enfatiza en las condiciones coyunturales que permitieron a “Chino Ántrax” no solo ser representado en sus corridos, sino cómo autogestionó su propia biografía haciendo uso de las redes sociales (Instagram y Twitter), configurando así un agenciamiento inédito en la diseminación de la visibilidad del narcotraficante, el de sus lujos, sus viajes por el mundo y la relación que establecía con sus “seguidores” en estas redes.

El cuarto capítulo tiene por objetivo hacer aproximaciones del protagonismo de las mujeres en la narcocultura y sus incursiones en las prácticas necropolíticas, ya bien como sicarias o patronas narcotraficantes. En el primer apartado hacemos una evolución de la participación de las mujeres en la narcocultura y en el narcotráfico a partir de 1940. En este recorrido trazaremos una evolución en la configuración de las mujeres en el narcotráfico y, en particular, de la buchona como personaje femenino acompañante del narcotraficante en sus representaciones de más estereotípicas de confinamiento: la madre-esposa, la puta y la loca. Finalmente proponemos una valoración corridística y a la vez mediática del corrido “En la sierra y la ciudad-La China” (2015), un corrido emblemático para presentar las disrupciones que la mujer le ha impartido a la tradición del corridístico.

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[1] Es un mexicanismo léxico del narcotráfico para referirse a “secuestros”.

[2] El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) comprende una zona de libre comercio entre Canadá, Estados Unidos y México, que entró en vigencia en 1994. El Tratado permitió reducir los costos para promover el intercambio de bienes entre los tres países. México ha aportado con la cultura de las maquilas en la frontera como uno de sus principales activos.

[3] Las cifras que se manejan respecto de la economía criminal son aproximadas, dada la dificultad para verificarlas. En dicha dificultad coinciden tanto Curbet, Jame (2007), como Resa, Carlos (2003) (citado en Valencia 76).

[4] “Narco.estética y narco.cultura en Narco.lombia” en Revista Brasileña de Ciencias Sociales. Sao Paulo. Volumen 24, número 70. Junio 2009.

[5]  Entendemos estado de excepción tal como fundamenta Giorgio Agamben al explicar que: en todos los casos, el Estado de Excepción marca un umbral nuevo de existencia, en el cual la lógica y la praxis se desdibujan una a la otra en violencia pura, carente de logos, o enunciación; el estado de excepción de Agamben investiga cómo la suspensión de leyes dentro de un estado de emergencia o de crisis puede convertirse en un estado prolongado de ser, y tiene muchos ángulos epistémicos para comprender la guerra de 13 años en México.

[6] Entrevista a Juan Villoro en el documental Hecho en México (2012).

[7] El término gavilla es un sustantivo con varias aplicaciones en el idioma español, todos usualmente referidos a un “grupo” de manojos; por ejemplo, “gavilla de trigo”. Sin embargo, señala David F. Marley, en la historia de México la palabra gavilla a menudo ha sido aplicada por las autoridades para describir un “grupo” disidente de la ley; no obstante, también el término fue aplicado a oficiales que desertan de los ejércitos regulares para dirigir bandas rebeldes durante periodos de guerra, fungiendo con una función mercenaria.

[8] A 2017 México estaba lejos de resolver esos problemas: ocupaba en corrupción la posición 28 de 32 países en América. De los 19 países integrantes del G-20, México es el 18 más corrupto. Es el país más corrupto de los miembros de la OCDE: 32 de 32. Y también para 2017 ocupaba el sitio 150 de 176 a nivel global, según reportes de Transparencia Internacional.

[9] Para el periodista británico Ioan Grillo, es significativa la guerra que se desató desde el año 2004 entre el cártel de Sinaloa y Los Zetas por el control de Nuevo Laredo, pues siendo una ciudad fronteriza con un poco más de 300 mil habitantes, en ella pasaban al año mercancías de circulación legal por valor de 90 mil millones de dólares: era más del doble de los 43 mil millones que circulaban por la creciente Ciudad Juárez, y cuatro veces los 22 mil millones que cruzaban Tijuana (154-156).

[10] Osorno, Diego Enrique. “Jeje de Jejes”, El País. https://elpais.com/internacional/2019/04/08/actualidad/1554731940_431184.html

[11] Eg: Netflix, Amazon Prime, Hulu, etc. han producido o presentado series histórico-ficcionales como El señor de los cielos o solo ficcionales como La reina del sur, así como documentales o series que incorporan los prefijos “narco” para cartografiar el conflicto mexicano; ejemplo son las películas y documentales como Narco Land (2015), Narcocultura (2013) o Narcos: México (2017).

[12] La palabra “plaza” describe en México una jurisdicción que depende de una autoridad policial, por ejemplo, Tijuana, Ciudad Juárez o Culiacán. Sin embargo, los contrabandistas se apropiaron del término para referirse al territorio concreto que servía de pasillo para realizar el tráfico. En cada “plaza” aparece una figura para coordinar el tráfico y negociar la protección de la policía. Este jefe de plaza puede mover su propia droga y a la vez imponer sus condiciones a cualquiera que quisiera pasar mercancía por el pasillo en cuestión. A cambio de mantener la concesión, este jefe de plaza paga la correspondiente “mordida” a la policía y a los soldados (Grillo 90-1).

[13] La música norteña es un género de la música regional mexicana, caracterizada por el acordeón y el bajo sexto como sus instrumentos tradicionales. Por su parte, la banda sinaloense o banda es un género de la música regional mexicana con remanentes organológicos con la fanfarria europea de finales del siglo XIX. La banda es un género que fue abandonado por el resto de las zonas del país, pero en Sinaloa no solo se ha conservado, sino que ha evolucionado hasta cantar los narcocorridos. La banda está constituida por al menos 11 miembros.

[14] Considero que es necesario establecer esta clasificación para hacer valoraciones previas de la cercanía de los artistas con las historias que narran. Pues en mi opinión no son las mismas valoraciones las que se hacen de los corridos compuestos por artistas chicanos sobre historias de narcotraficantes mexicanos, recreando “una ciudadanía a distancia” (Anderson) para crear imaginarios de los artistas que viven en México y cercanos al conflicto armado.

[15] En el último quinquenio, estudios sobre los corridos alterados ya han sido abordados desde los trabajos de Ramírez-Pimienta, Ramírez-Paredes, Pineda Lopereda y Brancato.

[16] Desde el año 2000, México se ha convertido en el país más mortífero para ejercer el periodismo en América Latina. En el país han sido asesinados 124 periodistas entre el período del año 2000 al 2019. El organismo Reporteros Sin Frontera (RSF) registró 22 periodistas asesinados durante el mandato de Vicente Fox, 48 durante el período de Felipe Calderón, 44 durante la presidencia de Enrique Peña Nieto y ya van 10 periodistas durante el primer año del sexenio de Andrés Manuel López Obrador. En los cuatro sexenios, también se suman 21 periodistas desaparecidos. 

[17] Scott, James C. Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos. Colección Problemas de México. Ediciones Era. 2000.