Del llanto a la peda: Una lectura de “Morritas” de Natanael Cano y “Tu Sancho” de Fuerza Regida

El corrido mexicano nació como crónica popular de la tragedia. Ya fuera en el siglo XIX, con los bandidos de la frontera, o en la Revolución con los generales y la toma de sus plazas, el corrido fue una balada noticiosa que narraba, denunciaba o cantaba la épica del pueblo. Pero algo está cambiando. En los llamados corridos tumbados, la estructura narrativa se diluye. Ya no se narra un suceso con inicio, nudo y desenlace: se describen escenas, se festejan estilos de vida, se presume el goce.

En ese sentido, “Morritas” (2022) de Natanael Cano y “Tu Sancho” (2025) de Fuerza Regida –con un lapso de 3 años– respectivamente representan un momento liminar para la tradición del corrido: una trayectoria (ni unica ni absoluta) de una tradicional narración épica hacia una canción romántica de la calle, la troca, el antro, “rosones”, eróticos y emocionales–. El énfasis ya no está en el conflicto social, sino en la conquista fugaz. ¡El corrido está enamorado!

En estos nuevos corridos no hay tragedia. El protagonista no muere ni va a la cárcel. Tampoco busca venganza. Más bien patrulla la ciudad, celebra sus logros y comparte el exceso. En lugar del lamento, hay fiesta; en lugar de trama, hay peda. La épica se ha diluido en un paisaje emocional de consumo: carros, alcohol, billetes y mujeres que no pertenecen a nadie, ni siquiera al que canta.

La figura femenina en estos corridos es clave. La morra, la bebe, la nena: aparece como el objeto de deseo, pero también como sujeto deseante. Es joven, bella, divertida. Tiene novio, pero no le importa. En “Morritas”, Cano canta:

Afirmativo, 5-5, 

al tiro en la Lamborghini 

pongo corridos 

ella le baja pa no hacer más ruido 

su vato piensa que yo soy su amigo

Lo que parece un encuentro pasional entre dos jóvenes deseantes se revela, al final, como un juego de engaño. La morrita va en la Lambo, bajándole al volumen a los corridos para no hacer ruido. Él dice que su vato piensa que son amigos. Es el Sancho y lo sabe. Y le gusta. Ya no hay culpa ni condena. Solo adrenalina.

¿Pero qué significa ser el Sancho? En el lenguaje coloquial mexicano, “ser el Sancho” es ser el amante de una mujer con pareja. No el oficial, sino el que llega cuando el otro se va. El que no promete amor eterno, pero ofrece placer y escape. El Sancho no es tragedia: es picardía. Representa una masculinidad que no necesita exclusividad, sino acceso.

Esta figura se profundiza en “Tu Sancho”. Desde su título el narrador no solo acepta su rol, sino que lo celebra. Desde los primeros versos:

Mi niña, alista tu maleta ahorita

Quiero que te pongas bonita

Hay ternura, pero también poder adquisitivo. La lleva a Ibiza, le da lujos, la adorna con detalles. Pero enseguida la ternura se mezcla con deseo:

“Qué bonito chingarte en las nubes, bandida”

El corrido se convierte en una escena erótica de exceso y poder. El narrador es proveedor de experiencias, de vuelos, de rosones. No busca compromiso; ofrece escape. Y si ella quiere quedarse, debe aceptar los rumores:

“Si me quieres tendrás que aguantar los rumores”

Aquí se consolida una nueva sensibilidad erótica: la del proveedor emocional. No se promete fidelidad, sino estilo de vida. No se exige amor, pero sí discreción. Este romanticismo del engaño no se vive con culpa. Al contrario: el deseo se celebra.

Pero, ¿quién es esta mujer deseada que aparece en ambos corridos? ¿Qué papel ocupa en este paisaje emocional tumbado? Para responder a eso, necesitamos hablar de la figura de la buchona.

La morra de estos corridos no es solo joven y divertida; es, en muchos sentidos, una versión estilizada de la buchona. Según Alejandra León Olvera, la buchona representa una feminidad marcada por la performatividad estética: ropa llamativa, cirugías, maquillaje recargado, uñas largas, cabello abundante. Todo esto no es simple vanidad, sino una inversión estratégica en el capital erótico como herramienta de movilidad social y poder.

En su forma clásica la buchona es una acompañante vaquera del narcrotraficante, que lo acompaña de la sierra a la ciedad. Ahora, según Alejandra León Olvera, la buchona para los 2010 se había construido como una figura de performatividad estética extrema: cirugías visibles, labios inyectados, senos y glúteos aumentados, pestañas y uñas largas, maquillaje intenso, ropa ajustada y tacones altos. Se trataba de una puesta en escena del exceso como herramienta de poder y ascenso en los márgenes del capitalismo gore.

Pero para 2025, como muestra la imagen arriba, la estética buchona matiza su estilización. La joven de la foto conserva rasgos clave: crop top, jeans entallados y rotos, bolsa de marca visible, cabello abundante, pose segura y mirada directa. Sin embargo, el maquillaje es más discreto, el cuerpo menos alterado quirúrgicamente.

Este cambio no es una renuncia al capital erótico: es su actualización. La nueva buchona –Gen Z– domina el lenguaje de redes, se acerca a la moda urbana californiana (como la gorra de los Dodgers), y apela más al deseo aspiracional que al escándalo visual.

Para Sayak Valencia, autora de Capitalismo Gore, estas mujeres no son simples acompañantes de narcos, sino empresarias de sí mismas, cuerpos convertidos en marca personal dentro de un modelo donde el consumo extremo otorga estatus. La buchona, entonces, es una figura de poder dentro del imaginario narcocultural: actúa, decide, negocia. Elige con quién estar (al menos, ahora). Y ese con quién puede ser el novio… o el Sancho.

Así, los corridos de Cano y Fuerza Regida no retratan simplemente a mujeres deseadas, sino a mujeres que desean y negocian. No están ahí por obligación; están por elección. No son locas ni santas ni putas. Son buchonas: cuerpos conscientes, estratégicos, que saben lo que valen y lo hacen valer.

Las mujeres que aparecen en estos corridos no son prostitutas, pero sí cuerpos deseantes, dispuestos, que gozan. Son mujeres que eligen estar ahí. Esto nos deja ante una doble lectura: por un lado, podríamos ver en estas morras una forma de libertad sexual, una autonomía sobre el cuerpo y el deseo. Por otro, también podríamos hablar de una mercantilización de los afectos, donde la morra se vuelve parte del estilo de vida que el corrido exhibe.

¿Cómo nombrar esta forma de feminidad? No es el amor romántico tradicional, pero tampoco es un feminismo de lucha colectiva. Es una estética tumbada del deseo, donde el cuerpo femenino se inscribe como signo de acceso y pertenencia a un mundo de placer sin remordimiento.

Lo romántico en estos corridos no es el compromiso ni la entrega, sino la intensidad. El amor ya no busca eternidad, sino éxtasis. No se canta para llorar, se canta para perrear. El sufrimiento no es estético, es innecesario. El corrido se ha vuelto canción de amor post-trágico.

En ese sentido, podríamos decir que hay una dimensión afectiva específica del neoliberalismo que se expresa en estas canciones. Como diría Herlinghaus, la violencia sin culpa se ha vuelto goce sin consecuencia. Lo importante ya no es lo que dura, sino lo que prende.

En los corridos de Cano y Fuerza Regida no hay moralina, pero sí hay una forma de ética: la del disfrute sin culpa, del placer sin compromiso, del amor como momento y no como proyecto. ¿Es esto bueno o malo? Esa no es la pregunta. Más bien: ¿qué nos dice esto sobre los sueños, los amores y las juventudes del regional mexicano?

Tal vez lo tumbado no sea el fin del corrido, sino su mutación más audaz: del llanto a la peda, del duelo al deseo, de la balada épica a la rola de la peda romántica sin final feliz. Porque aquí el final no importa: lo que importa es que la morra vino. Y bailó.


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