Por Martin Mulligan/
Desde antes de que los gobiernos de México y Estados Unidos comenzaran a cerrar la tenaza sobre el narcocorrido; desde antes, incluso, de que explotara y se intensificara la guerra entre chapos y mayos en Culiacán, el corrido ya había mutado. Hace más de dos años que los corridos dejaron de ser estrictamente bélicos: se volvieron tumbados. Lo que aparentan de guerra es más bien desfile, patrullaje; lo que sugieren de conflicto es más un performance. Lo que hay es champaña, Dom Pérignon, antros, cadenas, buchonas, y un anhelo difuso por una vida exuberante.

¿Quién canta ese deseo? La respuesta es ambigua. A veces es el artista que alcanza un estatus de rockstar; otras, es la voz del sicario anónimo que redacta su bitácora: cómo vive, qué consume, qué ostenta. En los tumbados hay una estética de la fiesta como afirmación del poder, donde el polvo rosado (2CB), la triple lavada y los cuerpos en euforia funcionan como dispositivos de consagración. El corrido se convierte en crónica del alfa: rudeza, consumo, placer, dinero, armas, mujeres.
Y aquí es donde más se aleja del viejo narcocorrido. Ya no hay épica, no hay narrativa de ascenso, ni siquiera una guerra clara. Lo que hay es ostentación, sexualidad desbordada, lujos como atributos del sujeto deseante. Se puede saber —por momentos— para qué facción trabaja el narrador, pero lo central no es la organización ni la operación, sino el efecto que provoca su estilo de vida.

Los tumbados no romantizan; hipersexualizan. La mujer se representa en plural: trofeo, cabrona, cómplice, loba. Se le venera, sí, pero siempre como objeto. Hay chispazos de lealtad o desamor, pero el amor romántico ha sido sustituido por la disponibilidad erotizada. El corrido ha tomado los códigos del reguetón y los ha combinado con la virilidad narco. Ya no estamos ante baladas de traición o drama; estamos en una orgía de consumo afectivo, una guerra de placer más que de territorio.
Por eso, el corrido —tal como hoy se escucha— no es narcocorrido, sino crónica de afectos marginales bajo la estética tumbada. No hay moralidad ni culpa, solo sobrevivencia celebrada. Pero este modelo comienza a ser insostenible. Las nuevas condiciones legales y geopolíticas en México y Estados Unidos exigen una mutación.
En los próximos meses, o más precisamente, en las próximas producciones, los artistas del regional deberán encontrar nuevas rutas. No será un solo camino. Pero alguno acertará, y cuando lo haga, los demás seguirán ese mapa. Porque el corrido —como siempre— no muere: muta. Y la mutación no será hacia el silencio, sino hacia nuevas formas de visibilizar deseo, poder y memoria bajo las reglas de un mundo más vigilado.
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