En alguna página olvidada de un vasto volumen, el cual acaso nadie ha leído por completo, tal vez se pronostique que la inteligencia artificial y los nativos digitales serían la simiente de una nueva época: la poshumana. Una era cuyo nacimiento, difuso y encubierto, se remonta al colapso de un muro, en el año de 1989. Ese muro no solo fue un símbolo de la división política, sino un punto de inflexión que selló el fracaso de las revoluciones sociales de izquierda y, al mismo tiempo, abrió las puertas a una revolución insospechada: la tecnológica. La caída del Muro de Berlín no solo desmoronó un imperio, sino que gestó otros; por un lado el de las narcoguerrillas, y por otro, el del algoritmo. (Ambos encuentros son fortuitos en su diégesis, ¿O no?).
Este nuevo poder inasible, omnipresente e indetectable, ha redirigido la historia hacia un tiempo en el que los filósofos contemporáneos —Achille Mbembe entre ellos— vislumbran una región epicéntrica: el Silicon Reich. Mbembe, con el rigor lúcido de un cartógrafo del futuro, delata en este territorio, anidado en California, la evidencia de un capitalismo tecnificado. Un capitalismo que, alejado de su versión fordista, se ha vuelto inmaterial, deslizante, y ha comenzado a funcionar bajo las leyes inefables de la computación: inatrapable en los vacíos jurídicos del sistema. Y así, entre las palabras de conferencias olvidadas, se intuye el horizonte de un fin: el de la democracia y tal vez, el de la misma humanidad.
La Generación Z, esa primera generación plenamente digital, no es ajena a esta realidad. Desde sus productos culturales, se manifiestan las grietas y sombras de una civilización que presiente su final. La apatía de los Hikikomori en Japón (Millenials), los jóvenes chinos (Generación Z) que juegan en TikTok a ser aves “cansados de ser humanos”, todo ello es un gesto de agotamiento, una pausa ante la maquinaria incesante del capitalismo de consumo.
En Occidente, más allá del Océano, en las costas de California, otra manifestación emerge: los corridos tumbados. Este género musical no surge por azar; sus raíces se alimentan en una geografía que lo enriquece y lo potencializa. Allí, entre Los Ángeles y Silicon Valley —esa tierra de la oligarquía tecnológica— los corridos tumbados relatan la epopeya de una generación mexicana y mexico-americana que también se asume sin futuro, pero sedienta no de “ser” sino de “tener”. (“AMG” by Natanel Cano, Peso Pluma & Gabito Ballesteros. Composición de Tito Doble P) Son individuos ansiosos por ascender desde los márgenes en la pirámide económica para convertirse, aunque sea brevemente, en sujetos de consumo. (“Hollywood” by Peso Pluma & Estevan Plazola). No hay grandeza heroica, sino la excentricidad del exceso: autos de lujo, joyas, licores exclusivos, bulevares, mujeres, “un buen gallo” y la tusi —una droga sintética y erógena que es, en su nombre, un eco de la elegancia holandesa—. La música, como espejo gótico o impresionista, narra una búsqueda de placer hasta el borde de la autodestrucción, una danza frenética antes del ocaso. (E.g: “Lady Gaga” by Peso Pluma, Junior H & Gabito Ballesteros, Composición de Alexis “Chachito” Fierros.)
Quizás esta juventud, en su nihilismo, intuye lo que los filósofos solo pueden teorizar: que la telaraña de algoritmos y capital ha llevado a la humanidad al umbral del colapso. Si no hay mañana, si no hay redención, ¿por qué no recibir el fin relajados, desarmados, frágiles… tumbados? Es en ese gesto de rendición —más poético que trágico— donde yace la verdad última de la poshumanidad: un mundo que se agota, que se despide de sí mismo, mientras sus habitantes jóvenes prefieren caer suavemente en el sueño del olvido.
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