Rosalía y el relámpago barroco de “Lux”

Por Martín Mulligan

Este 6 de noviembre, Rosalía volvió a sorprender con Lux, un álbum que mira hacia arriba y hacia adentro al mismo tiempo. No es un disco más: es una peregrinación vertical, una ascensión por la torre de Babel del siglo XXI, construida con lenguas, pantallas y rezos.
Después del vértigo de Motomami (2022), aquel estallido de hiperconexión y deseo, Lux suena como si la artista se hubiese detenido frente al espejo después de la tormenta. Es clásico y vanguardista, íntimo y cosmopolita: una búsqueda de sentido entre el ruido del mundo.

Dividido en 18 canciones, Lux se inspira en santas y mujeres místicas. Rosalía posa en la portada con un hábito de monja que también parece una camisa de fuerza: devoción y contención, pureza y exorcismo. Como escribió Ludovic Hunter-Tilney en Financial Times, el disco “llega con la grandeza conceptual que haría envidiar a cualquier banda de rock progresivo”. Es una obra espiritual y barroca, tan ambiciosa como deliberadamente excesiva.

Rosalía canta principalmente en español, pero atraviesa una docena de idiomas —entre ellos inglés, catalán, italiano, portugués, francés, alemán, mandarín, árabe y ucraniano—. Cada lengua abre un timbre distinto, una textura emocional.

La acompaña la London Symphony Orchestra, con Caroline Shaw entre los arreglistas, y un elenco de colaboraciones que cruzan siglos y geografías: Björk, la pionera isladensa de la vanguardia musical del 1990.; Carminho, heredera del fado portugués; Estrella Morente y Sílvia Pérez Cruz, guardianas del flamenco; y, quizá la más inesperada, la chicana Yahritza y su Esencia, que aporta la melancolía del regional mexicano en un chun-tata sin mariachi, donde el despecho se vuelve arte y el amor perdido se transforma en herida sonora. En “La Perla”, ese tono se dirige a un “terrorista emocional”, y es difícil no pensar en Rauw Alejandro, el exnovio de Rosalía.

Estas colaboraciones suenan como una conversación coral entre mujeres, generaciones y modos de fe. No hay competencia: hay comunión. 

En lo musical, Lux respira como una banda sonora sinfónica. Las cuerdas se pliegan con sutileza, los timbales marcan el pulso con gravedad, y las palmas y melismas recuerdan sus raíces flamencas. Y Rosalía vuelve al flamenco no como tradición, sino como introspección: una forma de escucharse. Su voz va del susurro al clamor, del rito al deseo, con ecos de fado, chanson y balada italiana.

Solo en la cuarta canción, “Porcelana”, se revela la frase que da título al disco: “Ego sum lux mundi” —“Yo soy la luz del mundo”— (del evangelio de Juan (8:12); pero en su voz, la cita suena menos como una verdad y más como una pregunta. No es la divinidad quien habla, sino una mujer que busca la grieta por donde “entra” o “entre” la luz.

La portada muestra a una Rosalía serena, bañada por una luz blanca que parece salir de su propio cuerpo. No es la luz del cielo, sino la de alguien que intenta sostenerse entre la tecnología y la fe, entre el cuerpo y el alma, entre el exceso y el silencio. En ese sentido, Lux no es un disco oscuro, pero sí barroco: habita esa penumbra donde la vida tiembla y el sonido se vuelve plegaria.

Rosalía no busca redención. Busca entender qué significa brillar cuando el mundo entero está enceguecido por su propia luz. Y en esa búsqueda —entre la porcelana y la palabra, entre la herida y el canto— hay algo profundamente humano: una artista que se atreve a decir, sin soberbia pero con fe: Ego sum lux mundi.


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