Aparecí en Culiacán, diciembre dos mil dieciocho,
con el polvo del enemigo jalisciense en los zapatos,
sin más presupuesto que un hotel barato frente al malecón viejo.
El Uber me levantó en la central de camiones,
a Filly le entregué un mapa de misiones:
Capilla de Malverde, La Lomita, el mercadito,
cenotafios de Edgar, de Chalino,
y la tumba de Ariel en Angostura.
No fui turista,
fui notario de epitafios,
testigo de cenizas que se venden en el aire, en gorras, en MP3,
y muy pronto en collares…
En el Bulevar Sinaloa me topé a Marca Registrada,
a “Las Plebada del 09” que anunciaba con su acordeón Hohner.
Giovani ya había armado a “Los Ninis”,
Alta Consigna los había vuelto coro,
pero entonces, gracias a mi entrevista con aquel
yo entendí que el orden había cambiado:
los Ántrax ya no mandaban,
los Dámaso estaban en retirada,
y un morro de Tijuana —chalán de Iván,
heredero mayor del Chapo—
comenzaba la corridistica de su reinando.
Entre tumbas, corridos y Uber,
yo confirmé que la necropolítica también viste de norteño:
que la vida vale menos que un verso,
y que en cada esquina en Culiacán
cada nombre propio
ya es un epitafio adelantado.
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