Por Martin Mulligan/
La voz del corridista no es voz de academia, ni de conservatorio, ni de partitura. Es una voz que irrespeta los cánones y, sin embargo, los funda. No viene a mostrar la tesitura más amplia, ni la proyección de un teatro lírico; viene a contarte una historia, a rasgarte el alma, a ponerte en alerta. No es una voz que se escucha con el pecho, sino con el oído.
Las voces de Chalino Sánchez, Valentín Elizalde o Pepe Ontiveros no habrían pasado la primera audición de “La Voz México”, pero han cautivado a multitudes. ¿Por qué? Porque su grandeza no está en el virtuosismo técnico, sino en el timbre: ese color particular de voz que graba en la memoria una emoción, una herida, una forma de estar en el mundo. Son voces con grano, con filo, con raspadura. Voces que no alargan notas, pero prolongan la memoria.

La técnica del corridista es, a lo sumo, una técnica de la urgencia. Las frases son cortas, entrecortadas, con silencios que dicen más que las palabras. No hay alarde de afinación, ni floritura alguna. Ninguno de estos cantantes sostiene una nota por más de cinco segundos. ¿Para qué? Si lo que importa es llegar al final del relato. Porque eso es un corrido: una historia que debe ser contada entera. Y rápido. Hay un muerto en el camino, una traición que vengar, una narcomanta apareció en el pueblo.
En ese sentido, la voz del corridista es clave, pero no en el sentido tradicional de la versatilidad vocal, sino como una forma de cifrar afectos. El timbre es su firma, y en el fraseo —muchas veces improvisado— es donde se esconde la clave en un guiño, un dato, un chisme que sólo entiende quien pertenece. Ahí reside el secreto: no es que canten para todos, el albur es localista, cantan para los suyos.
Y esos suyos —las aldeas del desierto, los pueblos de la sierra, los barrios de las dos Californias— reconocen en esa voz una continuidad de su historia oral. Porque el corrido tiene su raíz en las ruedas: reuniones de trueque y noticias que surgieron en los tianguis del porfiriato, y que Catalina H. de Jimenez considera el momento en que México empieza a pensarse como nación. En esas ruedas, los trovadores cantaban las noticias como quien hojea un periódico. Cien cuartetas en octosílabos si hacía falta. Y el pueblo escuchaba. Porque no sabía leer, pero sabía escuchar.

Esa tradición viene de más lejos: de los romances que llegaron en la vihuela de los soldados andaluces, cargados de gestas moras y picardías de pícaros. El romance español, el cual se metamorfoseó con la tierra americana y encontró en el mestizaje su forma final con el corrido. Prohibido por la Iglesia, que sólo permitía villancicos y alabanzas, el romance corrido fue el murmullo subterráneo del pueblo que se resistía a ser domesticado.
Y así como la Iglesia tenía su música, el pueblo tenía la suya: su historia, sus héroes, sus villanos, sus muertos. De Emiliano Zapata a Pancho Villa, de los corridos de tierra y libertad del sur —las llamadas bolas— a las sagas de venganza del norte. Siempre con una voz que no busca complacer, sino revelar. Si bien el corrido tuvo un auge importante en el sur, fue en el norte donde logró consolidarse como una industria musical.
La voz del corridista es voz del subalterno —o si se prefiere, del que siempre ha sido escuchado de lado. De aquel que canta no desde la altura del escenario, sino desde la tierra batida del jaripeo. Chalino lo sabía, por eso decía que no cantaba, que ladraba. Pero ese ladrido era una forma de conmover. Igual Valentín Elizalde, cuya voz, al principio, parece una broma. Hasta que llena un palenque y uno se da cuenta de que algo se ha quebrado adentro. (Algunas veces ignoramos a las multitudes).
En esa grieta también resuenan Darey de la Sierra, Peso Pluma, Netón Vega. Voces que, si bien no se ajustan al estándar técnico de lo que suele llamarse una “buena voz”, tienen la fuerza de convocar comunidad, de hacer eco, de inscribirse en la historia popular. Voces desgarradas para un pueblo igualmente desgarrado. (Aquí no se trata de medir su éxito comercial, sino de reconocer el lugar simbólico y afectivo que ocupan).
Pero ahí está el secreto: el corrido no necesita voces bellas. Necesita voces veraces. Y esa verdad no se entrena: se arrastra, se hereda o se aprende en el entorno. Por eso las voces del corrido suenan a pueblo, a calle, a balazo y a lágrima. A una multitud que ha sido empujada al margen, pero que canta para no desaparecer. Esa es la exquisitez del corrido: su antítesis. Su elegía disfrazada de celebración. Su voz rota que le canta a 100 millones de almas entre México y Estados Unidos.
Leave a Reply