El corrido en el purgatorio: visibilidad, castigo y picardía en el umbral de la vigilancia (desde Washington)

Después del éxtasis, la resaca. Tras los veranos dorados de 2022 y 2023 —cuando el regional mexicano alcanzó su punto más alto de visibilidad global, cruzando fronteras con sold outs, prestigio mediático y atención transatlántica—, los años 2024 y 2025 se perfilan como un purgatorio. La frase lo anticipaba: “Después de un gustazo, un trancazo”.

Pero este “trancazo” no es solo cultural: es estratégico, jurídico, diplomático y profundamente xenófobo. Por primera vez desde su consolidación como una industria binacional tras la Segunda Guerra Mundial, el corrido se encuentra bajo la lupa de Washington. Embajadas, agencias federales, algoritmos migratorios y plataformas digitales parecen haber descifrado el lenguaje que durante décadas osciló entre la crónica pícara y la alegoría épica —cada vez menos alegórica y más explícita—. Pero hay algo más: la maquinaria del trumpismo ha centrado su atención, como anticipó el doctor Juan Carlos Ramírez-Pimienta, en el éxito global de la música mexicana, desatando una ofensiva antimexicana que desemboca en una disputa simbólica por el significado mismo de lo mexicano en Estados Unidos.

Desde México también llegó un sacudón: la tensión se hizo visible tras el secuestro del Mayo Zambada, figura clave del narcotráfico, y la posterior guerra entre su hijo y los hijos del Chapo, Los Chapitos, en Culiacán. Esta confrontación desde septiempre del 2024, más allá de lo bélico, también ha tenido una resonancia estética: enmudeció los corridos en las calles y vació de sentido la mercancía cultural que por años alimentó la narcocultura popular. De pronto, lo que se cantaba como bravura se volvió complicidad; lo que sonaba a identidad, ahora suena a expediente.

A esto se sumó el hallazgo del Rancho Izaguirre en Jalisco —con cuerpos mutilados y jóvenes reclutados a la fuerza—, que colocó al Cártel Jalisco Nueva Generación en el centro del horror mediático. La respuesta no fue únicamente judicial: también fue cultural y migratoria. El episodio de Los Alegres del Barranco interpretando “El del Palenque” en el TelMex de Guadalajara, apenas dos semanas después, en homenaje al líder del CJNG, desató el escándalo y derivó en la cancelación de sus visas de trabajo en Estados Unidos. Desde entonces, el género tiembla.

Hoy, muchos artistas prefieren guardar silencio. Por ejemplo, Alfredo Olivas delega el corrido al público como conjuro colectivo. Otros, como Julión Álvarez, pagan el peaje para salir de listas negras de EEUU, aunque vuelven a ellas con consecuencias millonarias. A la lista de visas canceladas se han sumado Grupo Firme, Los Dos Carnales, Lorenzo de Monteclaro, El Mimoso y Javier Rosas. Algunos como Luis R. Conriquez, Tito Doble P, Oscar Maydon o Gabito Ballesteros —se rumora— podrían ser los siguientes. El castigo ya no es censura: es cancelación de visas, bloqueos de escenarios, clausura simbólica. Las listas ya no son solo de Spotify: también podrían ser de la OFAC (Office of Foreign Assets Control).

En este escenario, el corridista se siente ante un dilema existencial: ¿a quién canto? ¿Y por qué? Su arte, antes celebración o catarsis, se convierte en campo minado. La industria ya no solo mide audiencias: mide consecuencias.

La mirada del Estado ha mutado, tanto en México como en Estados Unidos. Ya no se distingue entre lo musical y lo simbólico. Como anticipó Hermann Herlinghaus, no se combate al narco: se combate el afecto. No se censura un género: se vigila una sensibilidad. Ya no basta con regular la violencia: ahora se intenta domesticar su representación. Todo bajo una nueva forma de cruzada —no solo legal, sino también emocional— que se presenta contra una apología al narcoterrorismo, orquestada desde Washington.

Como en el pensamiento de Rancière, se está reorganizando lo sensible. Lo que era canto se vuelve prueba. Lo que era fiesta se vuelve evidencia. Lo que era identidad, ahora es sospecha.

El corrido tumbado —visible, osado, y Gen Z— carga sobre sí el peso entero de una genealogía: del pícaro novohispano al mártir del tamborazo. Hoy, la pregunta no es solo estética, sino política: ¿podrá el género mutar sin traicionar su raíz? ¿O estamos frente a una nueva guerra cultural, donde la voz al requinto y al acordeón serán los nuevos campos de batalla? Vendrán días —como diría un profeta— en que cantar será también resistir.


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