Después del éxtasis, la resaca. Tras los veranos dorados de 2022 y 2023 —cuando el regional mexicano alcanzó su punto más alto de visibilidad global, cruzando fronteras con sold outs, prestigio mediático y atención transatlántica—, los años 2024 y 2025 se perfilan como un purgatorio. La frase lo anticipaba: “Después de un gustazo, un trancazo”.
Pero este “trancazo” no es solo cultural: es estratégico, jurídico, diplomático y simbólico. Por primera vez desde su consolidación como industria binacional en la posguerra, el corrido está bajo el microscopio de Washington. Las embajadas, las agencias federales, los algoritmos migratorios y las plataformas digitales parecen haber descifrado el lenguaje que durante décadas bailó entre la crónica pícara y la alegoría épica.
La tensión se hizo visible tras el secuestro del Mayo Zambada, figura clave del narcotráfico, y la posterior guerra entre su hijo y los Chapitos en Culiacán. Esta confrontación, más allá de lo bélico, tuvo una resonancia estética: enmudeció los corridos en las calles y vació de sentido la mercancía cultural que por años alimentó la narcocultura popular. De pronto, lo que se cantaba como bravura se volvió complicidad; lo que sonaba a identidad, ahora suena a expediente.

A eso se suma el hallazgo del Rancho Izaguirre en Jalisco —con sus cuerpos mutilados, sus jóvenes reclutados— que puso al Cártel Jalisco Nueva Generación en el centro del horror. La respuesta no fue solo judicial, sino también cultural. El episodio de Los Alegres del Barranco interpretando “El del Palenque” dos semanas después en Guadalajara, en honor al líder del CJNG, desató el escándalo. Desde entonces, el género tiembla.
Hoy, muchos artistas prefieren guardar silencio. Alfredo Olivas delega el corrido al público como conjuro colectivo. Otros, como Julión Álvarez, pagan el peaje para salir de listas negras, aunque vuelven a ellas con consecuencias millonarias. Algunos como Luis R. Conriquez, Tito Doble P o Gabito Ballesteros —se rumora— podrían ser los siguientes. El castigo ya no es censura: es cancelación de visas, bloqueos de escenarios, clausura simbólica. Las listas ya no son de Spotify: son de la OFAC.
En este escenario, el corridista se siente ante un dilema existencial: ¿a quién canto? ¿Y por qué? Su arte, antes celebración o catarsis, se convierte en campo minado. La industria ya no solo mide audiencias: mide consecuencias.
La mirada del Estado ha mutado. Ya no distingue entre lo musical y lo simbólico. Como anticipó Herlinghaus, no se combate al narco: se combate el afecto. No se censura un género: se vigila una sensibilidad. Ya no basta con regular la violencia: ahora se intenta domesticar su representación.
Como en el pensamiento de Rancière, se está reorganizando lo sensible. Lo que era canto se vuelve prueba. Lo que era fiesta se vuelve evidencia. Lo que era identidad, ahora es sospecha.
El corrido tumbado —visible, osado, millennial— carga sobre sí el peso entero de una genealogía: del pícaro novohispano al mártir del tamborazo. Hoy, la pregunta no es solo estética, sino política: ¿podrá el género mutar sin traicionar su raíz? ¿O estamos frente a una nueva guerra cultural, donde el beat y la tuba serán los nuevos campos de batalla? Vendrán días —como diría un profeta— en que cantar será también resistir.
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