Ambos estilos son el soundtrack de una misma guerra que ya lleva casi 20 años y ha atravesado cuatro sexenios. La diferencia no es el conflicto: es la generación que lo sobrevive y lo canta.
El día que se emprendan estudios comparativos sobre el narcocorrido del siglo XXI, será indispensable contraponer dos capítulos fundamentales: el Movimiento Alterado y los corridos tumbados. Ambos forman parte de la misma saga, pero con protagonistas distintos. Relatan la misma guerra: la que inició Felipe Calderón en 2007 con su fallida estrategia de militarización, ejecutada por su mano derecha, Genaro García Luna —hoy preso en Estados Unidos.
La diferencia entre ambas etapas no reside en el conflicto —que permanece constante— sino en las generaciones que lo vivieron y lo narraron. Los corridos alterados emergen en un México que transitaba de una relativa calma a la brutalidad de un campo de batalla, como lo anuncia el icónico “Sanguinarios del M1”. En contraste, los corridos tumbados —con temas como “PRC” como emblema generacional— nacen en un país ya minado por la violencia, donde los jóvenes no solo fueron testigos, sino productos directos de esa guerra prolongada.
Estudiar la historia contemporánea de México resulta fascinante, no solo por la crudeza de su espiral de violencia, sino por la capacidad de sus juventudes para convertir ese entorno en una fuente de talento, expresión y, en muchos casos, industria cultural. Si bien el contenido de estos géneros no puede considerarse edificante, su potencia instrumental y estilística ha revolucionado la música mexicana.
El Movimiento Alterado —representado por exponentes como los Buchones de Culiacán, Los Buitres de Culiacán o Alfredo Ríos “El Komander”— se articuló sobre los pilares de la música norteña: acordeón, tuba, bajo eléctrico y batería. Su estética fue de exceso: estridencia musical, exaltación del poder, glorificación del sicario como antihéroe; su contenido fue el de una violencia gráfica. Por su parte, los corridos tumbados, con Ariel Camacho como figura embrionaria, se canalizaron a través del sierreño: armonía y requinto como base, enriquecidos con tuba, y posteriormente con charcheta, tololoche y trombón. La textura sonora se volvió más íntima, nostálgica, incluso confesional. Su contenido es el de una violencia menos gráfica, hay menos guerra pero un narcotráfico más explícito.
Una diferencia clave reside en la voz narrativa: si bien los alterados ya usaban la primera persona, sus relatos se centraban en hazañas, enfrentamientos, y ostentación violenta. En los tumbados, esa primera persona se desplazó hacia la descripción del estilo de vida (aunque siempre del sicario). Pero más que narrar acciones, se construyen atmósferas: un modo de vida marcado por la ambición, el lujo, el placer, el consumo (capitalista y de drogas) y la supervivencia, muchas veces con protagonistas forjados desde la nada —y en estos casos, “nada” rara vez es una hipérbole.
Alterados y Tumbados: ambos estilos son el soundtrack de una misma guerra que ya suma casi veinte años, tal vez medio millón de muertes, tal vez más de 100 mil desaparecidos; y ha atravesado cuatro sexenios. La diferencia no es el conflicto: es la generación que lo sobrevive… y lo canta.
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