El narcocorrido, como forma expresiva de la música regional mexicana, ha demostrado una asombrosa capacidad de adaptación frente a contextos cambiantes. Pero todo indica que ha llegado nuevamente a un punto de inflexión. Juan Carlos Ramírez-Pimienta, uno de los estudiosos más reconocidos del género, ha señalado que el corrido puede estirarse temáticamente hasta cierto límite; cuando alcanza su grado máximo de tensión, suele recalibrarse. Esa transformación ya ocurrió 3 cinco quinquenios tras el auge del Movimiento Alterado, que saturó al público con lenguaje de violencia explícita. El hartazgo colectivo dio paso a los corridos progresivos, que ofrecieron una narrativa más elaborada y una renovación instrumental que culminó con Ariel Camacho, quien, sin abandonar la estética del corrido, reinstrumentalizó su sonido y allanó el terreno para la llegada del corrido tumbado.
Hoy, el narcocorrido vuelve a encontrarse frente a un nudo de tensiones. En primer lugar, el conflicto interno del Cártel de Sinaloa ha generado un silencio narrativo: la guerra entre facciones está tan viva y sangrante que impide a los compositores abordarla sin convertirse en objetivos. No se han reportado aún músicos asesinados, pero sí influencers. Esta vulnerabilidad marca un límite: cuando la realidad se vuelve demasiado peligrosa, el corrido deja de ser voz y se vuelve blanco.
En segundo lugar, el hallazgo del rancho Izaguirre en Jalisco y el protagonismo del Cártel Jalisco Nueva Generación han expuesto a agrupaciones como Los Alegres del Barranco, quienes homenajearon a su líder en el Auditorio Telmex de Guadalajara. Tras repetir su presentación en Uruapan, fueron sancionados por autoridades consulares de EE. UU., lo que les costó la revocación de sus visas. Este acto ha abierto una caja de Pandora: por primera vez en mucho tiempo, el corrido enfrenta una censura con repercusiones económicas reales. El mercado estadounidense, el más rentable para estas agrupaciones, puede volverse inaccesible si persiste la percepción de apología al crimen organizado.
El corrido ha sabido responder antes: cuando ha chocado con las instituciones o la sociedad civil, ha vuelto a la metáfora. Hoy no solo debe regresar a ella, sino también a la narrativa. El corrido contemporáneo ha dejado de contar historias para describir estilos de vida. Es quizás hora de que el género -compositores y productores- calibren su vocación narrativa.
La transformación es inevitable
- El contexto violento actual impide la producción narrativa directa.
La crudeza del presente ha silenciado a los compositores: narrar lo que ocurre puede costarles la vida o el exilio artístico. - Las consecuencias políticas y económicas ya son palpables.
La intervención del gobierno estadounidense en la agenda cultural de las agrupaciones mexicanas marca un antes y un después. La censura ya no es una amenaza lejana, sino una realidad inmediata con implicaciones económicas devastadoras. - El narcocorrido debe reencontrarse con su vocación narrativa.
La descripción del lujo, del poder y del consumo ha vaciado al género de sentido social. Volver a contar historias -desde la tercera persona–, con estructura, conflicto (y transformación), será vital para evitar su desgaste. - La metáfora es el camino de retorno a la relevancia.
Frente a la presión externa y el juicio moral, la metáfora —recurso estético y estratégico— puede devolverle al corrido su fuerza crítica sin caer en la frontalidad que lo expone al riesgo.
El narcocorrido está obligado a mutar. Ya no por moda, sino por necesidad histórica, política y narrativa. El género ha sobrevivido porque ha sabido adaptarse. Hoy, su continuidad dependerá de su capacidad para reinventarse sin dejar de ser espejo de una realidad que, incluso en silencio, sigue necesitando ser contada.
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