El negocio de la música no murió en 2006, simplemente cambió de dueño

Desde hace más de una década, se escucha una letanía entre ciertos sectores nostálgicos: “el negocio de la música se fue a la mierda desde el 2006” (Cuando nació Spotify). Pero esta afirmación proviene, en su mayoría, de quienes vendían discos, no de quienes hacían música. Son los representantes de una industria acostumbrada a controlar la distribución, las ventas y, sobre todo, la validación cultural. La supuesta “muerte” del negocio musical no es más que la agonía de sus viejos intermediarios.

Lo mismo ocurrió con la cultura impresa cuando irrumpió lo digital: las editoriales y los periódicos perdieron su rol como guardianes del gusto. Aunque muchos lo lamentaron, lo cierto es que millones de voces antes silenciadas encontraron por fin un espacio para circular. Las expresiones culturales vernáculas —del humor a la tragedia— transformaron los contenidos y modos de uso, haciendo de lo popular algo más barato de producir y más fácil de diseminar. La música no fue la excepción. Algo similar sucedió: los medios tradicionales y los reguladores culturales dejaron de tener el poder exclusivo para definir qué debía escucharse. Las redes digitales abrieron la puerta para que los músicos se convirtieran en sus propios productores, agentes de marketing y gestores de carrera.

Lo mismo ocurrió con la cultura impresa cuando irrumpió lo digital. Las editoriales y los periódicos perdieron su función de guardianes del gusto, y aunque muchos lo lamentaron, lo cierto es que millones de voces antes silenciadas encontraron espacio para circular. En música sucedió algo similar: los medios tradicionales y los reguladores culturales dejaron de tener el poder exclusivo para decir qué debía escucharse. Las redes digitales permitieron a los músicos convertirse en sus propios agentes de marketing, en sus propios productores, en sus propios gestores.

La música no murió; simplemente se mudó. Y los que no se adaptaron quebraron. Como tantas otras industrias, la musical vivió una mutación: desaparecieron cientos de productores, pero surgieron otros. Uno de los casos más emblemáticos de esta transformación es el de Jimmy Humilde y su sello Rancho Humilde. Desde un enfoque independiente y callejero, Rancho Humilde fue el semillero de casi toda la vanguardia de artistas de corridos tumbados. Hizo en Los Ángeles lo que las disqueras tradicionales de México jamás supieron hacer: escuchar a los barrios, hablar el lenguaje de los jóvenes y abrazar las nuevas formas de consumo cultural.

Hoy, los artistas como Eslabón Armado, Ed Maverick, o el salto más reciente de Macario Martinez; estos artistas no necesitan necesariamente un contrato millonario con una disquera para vivir de su música. Necesitan visibilidad, autenticidad y conexión. Quienes lloran el fin del negocio musical no extrañan la música: extrañan el control.


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