“Cruz de tierra y humo”

—para Robert Johnson y los que cantan al borde de la cicatriz—

Bajo el lomo seco de Mississippi,
cuando el algodón sangraba manos negras,
vivía un muchacho con guitarra rota,
voz de lija y alma sin tregua.

Se llamaba Robert, pero el campo lo llamaba “Brujo”.
Tenía los dedos lentos,
hasta que una luna se lo tragó.

Dicen que fue al cruce,
donde el camino bosteza hacia el diablo,
cayó de rodillas,
y ofreció su canto por una eternidad de fuego.

“I went down to the crossroad…”
se le escapaba en susurros a los álamos.
Y el viento temblaba.

Volvió con seis cuerdas que lloraban,
con un blues que no venía del alma,
sino de una cicatriz enterrada entre los huesos del sur.

En la 18th & Vine los chicos lo sabían,
las trompetas se callaban cuando sonaba su sombra,
el piano rezaba,
la batería sudaba redención.

Y cada lunes, en The Blue Room,
alguien se paraba con ojos de siglo XIX
y rasgueaba como si los pantanos aún tuvieran cadenas.

Porque hay historias que no se mueren,
solo se afinan con whisky y silencio.

Porque en cada cruz del sur,
todavía arde un pacto,
todavía suenan los fantasmas,
y el diablo espera,
paciente,
con un slide en la mano.


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