Primero fue la Revolución Mexicana, luego vinieron los corridos que la narraron; la música no fue la causa, sino el eco. Lo mismo sucedió —como señala Juan Carlos Ramírez Pimienta— con los corridos alterados: nacieron como expresión de una realidad violenta ya existente, no como su detonante. Por eso, pensar que el problema de las desapariciones en México puede enfrentarse a través de la censura musical es no solo insuficiente, sino también una forma de distraerse de las verdaderas causas estructurales.
Es cierto que los compositores y productores musicales tienen una responsabilidad ética y cultural. Es válido cuestionar qué formas de representación están normalizando y cómo definen el “éxito”. Sin embargo, el problema no puede reducirse a ellos, como si la música fuera el primer dispositivo a borrar. Más bien, esta crítica selectiva revela una incomodidad con lo más visible para la población —lo que suena, lo que circula, lo que molesta al oído—, mientras que las verdaderas estructuras de impunidad y violencia siguen intactas.
Así, en lugar de silenciar las expresiones musicales, deberíamos preguntarnos por qué esas narrativas resuenan tanto en determinados contextos. ¿Qué dice eso de la sociedad que las consume, de los vacíos institucionales, de las violencias normalizadas? La música puede ser un espejo incómodo, pero no es el enemigo: el verdadero desafío está en transformar la realidad que la inspira.
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