“Debí tomar Más Fotos”: Bad Bunny, el Regional Mexicano y el redescubrimiento de la identidad sonora

Debí tomar más fotos. Este pensamiento, simple y evocador, encapsula la esencia del último álbum de Bad Bunny. Más que un conjunto de canciones, es un álbum de recuerdos, un collage sonoro que en cada escucha parece más una conversación íntima entre generaciones, géneros y geografías. Lo que podría parecerle a él un sueño —quizás un intento de capturar un sentimiento o una memoria nebulosa—, para quienes lo escuchamos y lo deconstruimos se revela como algo más claro y, a la vez, más complejo: un diálogo con el Regional Mexicano.

Sí, Bad Bunny puede haberse sentado en un estudio pensando en el Caribe, en su Puerto Rico, en los ecos de la salsa que bailaron sus abuelos, pero el verdadero “eureka”, el momento de epifanía que parece empapar este álbum, lleva la marca del Regional Mexicano y su resurgimiento global, liderado por figuras como Peso Pluma. No porque haya un corrido tumbado escondido entre los tracks, sino porque ese movimiento —tan moderno y clásico al mismo tiempo— le mostró algo que quizás había olvidado: que la música tiene raíces, y esas raíces no solo se honran, sino que también pueden ser un trampolín para el futuro.

El Regional Mexicano ha hecho algo que pocos géneros logran con consistencia: mantenerse relevante sin traicionar su esencia. Es un género que nunca ha tenido miedo de ser lo que es, ni de reinventarse. Peso Pluma y otros artistas actuales han abrazado su tradición, no como una carga, sino como un baluarte que les permite innovar. Y en esa audacia, Bad Bunny parece haber encontrado una inspiración inesperada.

Su último álbum es un regreso a lo básico, pero también a lo sublime: al Caribe sonoro que se construyó en Nueva York durante los años 70, donde Fania All-Stars y El Gran Combo crearon una narrativa musical que redefinió lo que significaba ser latino. Esos artefactos sonoros, relegados a estanterías polvorientas, alimentaron no solo la imaginación de una generación, sino también la de sus hijos y nietos. Y ahora, décadas después, Bad Bunny desempolva esa narrativa, la reimagina y nos la entrega con un aire nuevo, fresco pero profundamente arraigado.

Hay algo casi irónico en esto. En un momento en que el reguetón ha sido criticado como “música sin instrumentos” —un argumento popularizado por Arcángel y otros puristas—, Bad Bunny da un giro. En lugar de resistir esa crítica, la abraza y responde con un álbum que, aunque creado en la era digital, parece rendir homenaje a las texturas análogas de una época pasada. Es un eco del “Abayarde” de Tego Calderón, un recordatorio de que el Caribe tiene un sonido propio, una esencia que no puede ser completamente domesticada por la lógica de las cajas de ritmos.

El éxito del álbum no es solo musical, sino cultural. En un momento en que la identidad puede parecer más fluida que nunca, Bad Bunny ofrece un ancla, un recordatorio de que mirar hacia atrás no es una traición a la modernidad, sino una forma de reconfigurarla. En este sentido, el impacto del Regional Mexicano no es solo sonoro, sino filosófico: le ha mostrado a Bad Bunny que ser moderno no significa abandonar tus raíces. Significa abrazarlas con tanta fuerza que, al final, lo nuevo y lo viejo se funden en algo completamente único.

Y así, mientras escuchamos este álbum, nos damos cuenta de que Bad Bunny no solo está haciendo música. Está tomando fotos. Fotos de su historia, de la nuestra, de lo que fue y lo que será.


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