La caída del PRI y el ascenso del narco

Acaecido el año 2000, tras la protesta de Vicente Fox como Presidente de México, culminaron 71 años consecutivos en el poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Esta alternancia democrática, si bien parecía inicialmente un cambio esperanzador de régimen para muchos sectores de la sociedad civil, al poco esta esperanza se desalentó, al devenirse la desarticulación nacional de los sindicatos, los gremios campesinos y las organizaciones populares a los que el PRI había subordinado y moldeado históricamente con una ideología autoritaria y clientelista. Tal como sostiene el periodista Sam Quiñones, el PRI nunca fue realmente un partido político, pues a pesar de su nombre, su dictadura proletaria no nació para luchar por el poder sino para administrarlo. Desde esa premisa, el PRI permitió impunidad a sus leales, instituyendo la corrupción[1] como el núcleo de su cultura política, formando así una tradición de licenciados burócratas, encargados de la intermediación para “apalabrarse con el gobierno” , tal como suelen aludirlo los narcocorridos.

Sin dejar de ser relevante, pero no evidente en su momento, esta alternancia democrática también desarticuló en México el modelo de convivencia que el Estado había diseñado para controlar, subordinar y proteger a los clanes del narcotráfico mexicano. Así lo había hecho desde la década de 1940 con un diseño biopolítico sobre las comunidades sierreñas productoras de enervantes entre los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa, región que en la década de 1970 la DEA (la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos) designó como El Triángulo Dorado mexicano (esta región también sería la cuna de varios de los capos que décadas más tarde controlarían la escena del narcotráfico mexicano). La evolución de esta relación inicial de las comunidades sierreñas con el Estado (fuerzas federales, estatales o rurales), para la década de 1970 se rearticuló bajo el sistema de creación de plazas. La plaza tendría por significado la comprar del derecho de traficar por determinada ruta y ciudad a las agencias federales de seguridad, siendo después de la Operación Cóndor la Dirección Federal de Seguridad, bajo estricto control del PRI, la que mayormente manejó el monopolio de las plazas. Por tanto, la derrota del PRI en 1999 aceleró una fragmentación del poder político federal con respecto a sus satélites regionales, dando “un mayor grado de autonomía a policías, militares y traficantes respecto del poder político” (Astorga, Seguridad 51). Al iniciar el milenio, la primera evidencia de esta autonomía de poderes lo confirmó la fuga de una cárcel de alta seguridad del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán, y esto a tan solo cinco semanas de haber asumido Fox la silla presidencial.

“El Chapo” fue el narcotraficante del sexenio de Fox. Su crecimiento a los pocos años fue rápido y su ruido cobró mayor notoriedad cuando en 2004 –junto a su socio y compadre Ismael “El Mayo” Zambada–, ordenaron a sus gavillas el control de las plazas fronterizas de Tijuana, Ciudad Juárez y la joya de la frontera, Nuevo Laredo[2], ciudad en el estado oriental de Tamaulipas, región al que ningún clan sinaloense había logrado conquistar e históricamente en manos del llamado Cártel de Golfo. Sinaloa ganó la plaza a los hermanos Arellano Félix en Tijuana, y también ganó al clan de Juárez, a los también sinaloenses hermanos Carrillo-Fuentes. Pero Sinaloa no logró ganar Nuevo Laredo contra Los Zetas, los cuales eran un brazo armado constituido de desertores de las fuerzas especiales mexicanas al servicio entonces del Cártel del Golfo. Los Zetas sofisticarían la guerra a todos los niveles, pues tanto sus tácticas militares y sus técnicas en el control de territorios fue superior al de cualquier gavilla de narcotraficantes. A nuestro juicio, en este conflicto es donde se hace evidente la obsoleta operatividad de la gavilla y toma protagonismo la forma y la funcionalidad de la máquina de guerra. Los Zetas en acción ofensiva revolucionaron la violencia con franquicias que fueron abriendo y conquistando por toda la costa este de México. Esto forzó a los demás cárteles a imitarlos, resultando en una escalada de violencia por el dominio de territorios. El Cártel de Sinaloa aprendió con su derrota en Nuevo Laredo y, desde entonces, no solo incrementó el tráfico de drogas hacia el norte por sus plazas conquistadas, sino también demandó el tráfico de armamento de norte a sur para continuar su guerra territorial contra Los Zetas y sus aliados en el centro y sur del país. De tal modo que, si la violencia se había focalizado en la frontera durante el primer quinquenio de Fox, al final de su mandato el territorio mexicano se había empezado irreversiblemente a “fronterizar”. Pasar de unos brotes de violencia a un conflicto bélico de mayor envergadura representó no solo el cambio fisiológico entre la tradicional gavilla mexicana hacia la máquina de guerra, sino también el posicionamiento de la narcomáquina como un actor clave en el sistema político legítimo y su capacidad de proveer trabajo, lo que masificó una subcultura del horror que fomentó todas las variantes de lo ilícito: el narcotráfico, el secuestro, la trata de personas, la esclavitud, la piratería, la prostitución, la extorción y demás giros del mercado negro. Las máquinas de guerra hicieron presencia en los treinta y dos estados de México, según lo demostraban los homicidios dolosos y las desapariciones en masa.

Un cambio de estrategia de seguridad nacional fue la primera acción del entrante presidente Felipe Calderón en 2007, anunciando por cadena nacional la salida del Ejército y la Marina de sus cuarteles para “cazar” a los causantes de los brotes de la violencia. Desde sus inicios se evidenció el intento del Estado por recuperar el monopolio de la violencia, el cual se evidenció con las cifras de homicidios que se dispararon. Así, el despliegue de las fuerzas armadas por las urbes nacionales –con la promesa de ser una campaña rápida, contundente y eficaz–, al final del sexenio de Calderón su campaña había producido al menos doscientos mil muertos y veinte mil desaparecidos, evidenciando un conflicto que había dejado más muertes que cualquier dictadura latinoamericana del siglo XX[3]. Entonces, los ecos de la opinión pública cuestionaban: cuál era la naturaleza de esta guerra y esta violencia, qué estaba sucediendo en México y, más precisamente, cómo llamar a esta violencia nacional a la que el periodismo ya la nombraba como “narcoinsurgencia”. Este término fue analizado entonces con mayor detalle en gabinetes estratégicos informalmente vinculados con las fuerzas de seguridad y el estamento militar de Estados Unidos, y se sugirió el temor de que la violencia de la droga en México precipitase un rápido hundimiento nacional comparable con la fragmentación de Yugoslavia al final de la Guerra Fría (Grillo 187). Esta aparente desarticulación del Estado “corroído” por el crimen organizado trajo a la palestra pública la suspicacia de referirse al poder central de México como el de un Estado fallido. Los escándalos a la luz de fuerzas de gobierno enfrentadas entre sí por estar protegiendo a cárteles diferentes reforzaron esta idea del Estado fallido. No obstante, al respecto, el académico Oswaldo Zavala es de la opinión de que “La guerra contra el narco” de Calderón en realidad significó la participación y ante todo la presencia absoluta, ordenada y eficaz del Estado, y, “lejos de ser fallido, [esta guerra] le había dado la posibilidad al Estado mexicano para recuperar la hegemonía soberana de la violencia” (91). Ahora bien, ¿qué abarcaba esa hegemonía soberana y hasta dónde se marcaban los límites en relación con el crimen organizado? Ese es el propósito central con el que nos proponemos abordar estas estéticas necropolíticas representadas en el plano de la cultura, del cual el narcocorrido puede dar cuenta.


[1] A 2017 México estaba lejos de resolver esos problemas: ocupaba en corrupción la posición 28 de 32 países en América. De los 19 países integrantes del G-20, México es el 18 más corrupto. Es el país más corrupto de los miembros de la OCDE: 32 de 32. Y también para 2017 ocupaba el sitio 150 de 176 a nivel global, según reportes de Transparencia Internacional.

[2] Para el periodista británico Ioan Grillo, es significativa la guerra que se desató desde el año 2004 entre el cártel de Sinaloa y Los Zetas por el control de Nuevo Laredo, pues siendo una ciudad fronteriza con un poco más de 300 mil habitantes, en ella pasaban al año mercancías de circulación legal por valor de 90 mil millones de dólares: era más del doble de los 43 mil millones que circulaban por la creciente Ciudad Juárez, y cuatro veces los 22 mil millones que cruzaban Tijuana (154-156).

[3] Osorno, Diego Enrique. “Jeje de Jejes”, El País. https://elpais.com/internacional/2019/04/08/actualidad/1554731940_431184.html


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